Gerardo Pisarello y Jaume Asens
Rebelión
Tras un largo período de incertidumbre, las élites europeas han acordado un nuevo texto para regir los destinos de la UE: el Tratado de Lisboa. Como hace tres años, los brindis y los gestos de felicitación mutua han vuelto a poblar las fotos oficiales. Como hace tres años, buena parte de los comentaristas ha destacado el “paso adelante” que el nuevo Tratado comporta. Como hace tres años, sin embargo, comparecen los mismos interrogantes que rodearon la irrupción del fallido Tratado constitucional.
El primero: este Tratado ¿acerca la UE a la ciudadanía? ¿La hace más transparente, menos opaca? La respuesta es sin dudas negativa. Tras la restringidísima apuesta por una “Convención Europea”, el viejo secretismo intergubernamental ha vuelto a campar a sus anchas. La discusión pública del nuevo proyecto de Tratado ha sido prácticamente nula. Ya no se habla de Constitución. Con ello, las élites comunitarias pierden en legitimidad simbólica. Pero se deshacen, como bien sabe el presidente francés Nicolás Sarkozy, de un lastre incómodo: la necesidad de consultar al poder ‘constituyente’, a las imprevisibles poblaciones europeas.
La versión disponible del Tratado de Reforma consta de 255 páginas. Además de 12 Protocolos y 53 Declaraciones, se incluyen en ellas los preceptos que modifican los ya extensos Tratados vigentes. El resultado, más que un “mini-tratado” o un “tratado simplificado”, es un “maxi-engorro” inaccesible incluso para los expertos. Una maraña de normas que se someterá a votación parlamentaria sin que haya tiempo apenas para su escrutinio público.
Segundo interrogante: ¿supone este nuevo Tratado un instrumento de democratización de la UE? También aquí, la respuesta es decepcionante. A medio siglo del Tratado de Roma de 1957, los órganos que disponen de más poder en la UE siguen siendo los menos representativos y los que menos controles tienen: el Consejo, la Comisión, el Tribunal de Justicia o el todopoderoso Banco Central Europeo. El único órgano representativo –el Parlamento– conserva una cierta capacidad de veto. Pero continúa sin ser un auténtico legislador y ocupando un papel subalterno en el conjunto del aparato institucional. Un presidente del Consejo con un mandato más largo, mayor peso a los parlamentos nacionales en el control de proyectos europeos, un jefe de diplomacia de bajo perfil y nuevos mecanismos de votación y nuevas mayorías para que los ejecutivos estatales puedan gestionar una UE con 27 miembros. Este es el legado reformista –bastante magro en términos democráticos– que el Tratado Lisboa deja tras de sí.
Tercer interrogante: ¿se da el salto a la Europa social exigida por la mayoría de votantes franceses y holandeses que dijeron “no” al Tratado Constitucional? Más bien lo contrario. Se insiste en entregar el alma del proceso de integración a la “competencia libre y no falseada” y a la circulación ilimitada de capitales y servicios. Ello comporta, en una Europa de 27 países, una apuesta inequívoca por las privatizaciones y por la precarización del mercado laboral –ahora bajo los designios de la flexi-seguridad– así como una presión para la reducción del gasto social en los Estados. Al igual que en el Tratado Constitucional, el Tratado de Lisboa estipula que los Estados deberán “mejorar progresivamente sus capacidades militares”. Sus capacidades militares, sí. Pero no sus políticas sociales o ambientales, que será casi imposible armonizar al alza y que seguirán sin contar con una fiscalidad progresiva que las financie.
No cabe llamar a engaño: nada de esto se verá alterado en sustancia por la asunción del carácter vinculante de la Carta de Derechos Fundamentales o por la introducción de tal o cual competencia para el Parlamento. Ni la Carta, de por sí limitada en su contenido, ha dejado de ser un convidado de piedra en el conjunto de los tratados, ni el Parlamento ha dado el salto que una voluntad genuinamente democratizadora exigiría. Desaparecerá, por un tiempo, la apelación formal a la palabra Constitución. Pero la Constitución material de la UE, las relaciones de poder trabadas entre las élites comunitarias y estatales, y entre éstas y los incontrolados poderes privados que giran a su alrededor, permanecerán inalteradas.
En casos como el español, la apelación al europeísmo como superación del pasado y como promesa de bienestar ha conducido a una aceptación acrítica del proceso de integración. Pero el mito ha comenzado a perder fuelle. La elevadísima abstención –un 56%– en el último referéndum sobre el Tratado constitucional es, junto a los votos negativos y nulos, una señal que no debería minusvalorarse.
El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ha afirmado que más que ante un simple Tratado, se está ante un “proyecto fundador (...) para una nueva Europa”. Tras el acuerdo de Lisboa, sin embargo, el déficit social de la Unión y sus efectos en la vida cotidiana de las personas resultarán cada vez más visibles. Disminuirán las ayudas a las regiones más vulnerables, se insistirá en una reforma de la Política Agraria Común que comporta la liquidación de los pequeños agricultores, aumentará la presión privatizadora en materia de servicios públicos y precarizadora en el ámbito laboral, se intensificarán las alternativas represivas a la cuestión migratoria.
¿Qué ocurrirá entonces? Es difícil saberlo. Lo cierto es que, una vez en este nuevo escenario, no bastará con invocar Tratados o Constituciones que introduzcan “pequeños pasos adelante”. Habrá que plantearse, de una vez, el abandono o la refundación democrática de un proyecto de integración que ha dejado de ser, para muchos, sinónimo de progreso civilizatorio o un posible eslabón para la construcción de un internacionalismo solidario. Eso, o ceder la iniciativa a otras propuestas xenófobas, populistas y de repliegue estatalista, que no dejarán pasar su oportunidad.
Gerardo Pisarello es Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona. Jaume Asens es miembro de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona.
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