Bernardo Bátiz V.
En 2010 celebraremos, o al menos recordaremos, las revoluciones de 1810 y de 1910, y digo que al menos recordaremos porque la verdad es que a estas alturas hay poco que celebrar; los motivos de ambos movimientos sociales, los objetivos propuestos en sus inicios, han sido reiteradamente postergados y frecuentemente olvidados, cuando no francamente traicionados.
En el momento actual, si algo está alejado de la realidad es el puñado de principios y metas que se propusieron tanto Hidalgo y sus seguidores en 1810 como Madero y el partido antirreleccionista en 1910. Ni hay independencia plena de nuestra patria ni la esclavitud ha desaparecido, sólo se ha disimulado de diversas maneras; ni los tributos dejan de pagarse ni tampoco hay sufragio efectivo, y lo que se ha avanzado hacia la democracia es totalmente insuficiente y la amenaza que se cierne sobre nosotros es más bien de autoritarismo y retroceso.
En 1810, cuando Miguel Hidalgo y los demás conspiradores del Bajío iniciaron la lucha armada por la independencia de México, la Nueva España era en realidad un reino con cierta autonomía; el rey de España gobernaba dicho reino entre otros de los que era soberano, aquí a través de su virrey, y lo mismo este personaje y hasta los cargos medios administrativos siempre fueron peninsulares los que los ostentaron, nunca mexicanos, nunca criollos ni mestizos, mucho menos indígenas. La lucha de Hidalgo fue para sacudirnos ese yugo, pero también, así lo dijo en Guadalajara, para abolir la esclavitud y terminar con los tributos que pesaban sobre los pueblos.
La lucha era a fin de cuentas para terminar con las desigualdades sociales; los mexicanos eran a lo sumo administradores de las haciendas y de las minas, los dueños eran españoles; los hombres de Iglesia nacidos en la Nueva España eran a lo más curas de pueblos o de pequeñas ciudades. Los indios, o bien eran peones al servicio de las clases acomodadas, o eran chichimecas alzados en la lejanía de las montañas y los desiertos.
Los mexicanos se sentían oprimidos y lo estaban, su inconformidad se manifestaba en pasquines y pintas en los muros de la capital, esperaban una coyuntura y la invasión napoleónica a la península ibérica les brindó la oportunidad de levantarse como Morelos lo decía: contra la opresión.
Cien años después, bajo el gobierno de Porfirio Díaz, la situación de desigualdad e injusticia volvía a presentarse; los hermanos Flores Magón por una parte y Madero y su partido antirreleccionista por otra, con distintas estrategias, pero con la finalidad compartida de buscar una mejor forma de organización social, aprovecharon el ofrecimiento de Díaz de elecciones libres y buscaron, primero pacíficamente y después con una cruenta guerra civil, un cambio cuyos principios quedaron finalmente consagrados en la Constitución de 1917.
Nuevamente han transcurrido los años; ya casi cien de 1910 y casi doscientos de 1810 y los grandes ideales de independencia, libertad, sufragio efectivo, tierra para los campesinos, derechos plenos a los trabajadores, municipio libre y otros más siguen siendo, o bien disposiciones legales inaplicables, o metas que se esfuman cada vez que parece que vamos a alcanzarlas.
Formalmente ya no somos un reino gobernado por un monarca de ultramar, pero somos una nación en las que las decisiones más importantes se toman por los potentados de las empresas nacionales y trasnacionales que resuelven todo según las utilidades que reciben y sujetos únicamente a la feroz competencia; el sufragio efectivo ha sido burlado nuevamente, la tierra ya no hay quien la trabaje por falta de recursos y por exceso de fraudes y abusos; el poder está cada vez más centralizado y avanzamos rápidamente hacia la militarización del país; nuestros jóvenes, o bien marchan al extranjero por falta de oportunidades aquí, o bien caen en manos de empresas maquiladoras que los exprimen unos años y los abandonan después junto con los cascarones vacíos de las factorías donde dejaron parte de su juventud y su salud, en jornadas larguísimas y por una paga de sobrevivencia.
Para una gran mayoría, las cosas no están mejor que en el virreinato o que bajo el gobierno afrancesado de Porfirio Díaz. Nos acercamos muy rápidamente a 2010 y la presión social se acumula; los cambios tendrán que darse más pronto que tarde y, como en las dos efemérides que celebraremos, la coyuntura se presentará; debemos aprender de la historia, podemos volver a ensayar un cambio por la vía pacífica para evitar que el empuje para lograr la justicia se haga atropellando y destruyendo.
El fraude de 2006 fue un balde de agua helada sobre los que confiamos en el respeto al voto, pero los campamentos del Zócalo y de Reforma, la presencia de las multitudes de la convención nacional democrática, el peregrinar de López Obrador por todo el país, impidieron que el desengaño y el desánimo prevalecieran y permitieron que se reanudara la confianza en un cambio indispensable, que todavía puede darse pacíficamente. Debemos estar prestos para lograrlo y superar las traiciones de que el pueblo de México ha sido víctima.
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