Arnaldo Córdova
El pasado 23 de octubre, Mauricio González Lara hizo una entrevista a Ricardo Salinas Pliego que luego puso en su blog (altaempresa.com). La referencia me la dio el artículo de Miguel Ángel Granados Chapa del pasado jueves primero de noviembre publicado en Reforma. Me pareció que valía la pena comentarlo aquí, aprovechando algunas de las muy agudas observaciones que hace mi amigo en su columna. No se puede decir que, por su manera de pensar, este empresario sea diferente a como son todos los empresarios; a todos les es común la misma rusticidad y la más desgarbada ordinariez. Para todos ellos, el asunto no es cumplir con la función social que la legislación civil les encomienda; el asunto se reduce a lo más tangible: cómo hacer dinero, lo demás no es su problema.
Erróneamente, Salinas Pliego afirma que la gente dice que “la televisión es un bien público”. No es posible saber a qué “gente” se refiere, pero González Lara le dice que eso fue lo que el Poder Legislativo les dijo (a los dueños de las televisoras), lo cual, por lo que tengo sabido, es falso. Lo que se les dijo fue que el espectro radioeléctrico es propiedad de la nación (el Estado sólo es el representante de la nación, pero tampoco es el propietario). Las televisoras son un bien privado y un negocio que prospera sobre la base de una concesión que el Estado, en nombre de la nación, les hace. Salinas Pliego se indigna sobre bases falsas, que lo hacen despotricar imprudentemente:
“¿Y dónde está el dinero público? Están muy mal [los legisladores], son unos mentirosos y ladrones, nos han despojado de nuestro tiempo de trabajo sin compensaciones. Es un robo, nos han confiscado nuestro tiempo y nuestra audiencia para servir a sus intereses [sic]…” Volvemos a lo mismo: que el Estado decida, por medio de su departamento legislativo, que no conviene al pueblo de México que el dinero de sus contribuciones se desperdicie regalándoselo a los concesionarios de los medios es una confiscación y un robo. Es una falsedad, pues, simplemente, ya no se permitirá que los concesionarios hagan negocio con las artificiales urgencias de los partidos. Sólo se ha decidido que el tiempo que corresponde al Estado es suficiente.
Inútilmente, Salinas trata de demostrar con argumentos muy elementales que la televisora no es un bien público. Sólo él y González Lara lo dijeron. Pero lo interesante no es eso, sino que, a renglón seguido, arguye que, aparte la “confiscación” y el “robo” a los que se refirió, llega a decir que el mismísimo régimen impositivo es atentar contra sus intereses. “… muchos políticos –afirma– creen que la riqueza nomás existe y que su chamba es repartirla. Se les olvida que hay que producirla, que no es fácil; se les olvida que los empresarios necesitan de incentivo, apoyo, apapacho…” ¡Hermoso!, ¿no es cierto? El padre intelectual del anarquismo moderno, P. J. Prouhdon, acuñó que “la propiedad es un robo”; nuestros empresarios piensan que los impuestos son un robo.
Entre los defectos del “apapacho” que el poder público debe a los empresarios, según Salinas Pliego, están los de siempre, pues “el gobierno toma medidas que bajan la confianza, que suben los impuestos, que descapitalizan a la empresa o que desconciertan a inversionistas, lo que hacen es atentar contra el empleo”. Lo que el gobierno debería hacer, en su concepto, es no cobrarles impuestos, regalarles los dineros públicos a través de las campañas electorales, la abolición de los tiempos de transmisión para el Estado, y no hacer nada cuando ellos hacen negocios oscuros, como cuando Salinas adquirió el Instituto Mexicano de Televisión que luego fue Tv Azteca. Creo que fue esta empresa la que más se indignó por los resultados de la reforma electoral reciente. Televisa, simplemente, apechugó, y a otra cosa mariposa.
González Lara le insiste varias veces a Salinas que diga algo sobre la función social de su empresa. En todas las legislaciones civiles del mundo, desde hace ya más de un siglo, se impone que la empresa privada debe desempeñar una función social que consiste, ante todo, en coadyuvar con el Estado para realizar los servicios públicos que se deben a la población en general; se dice que la propiedad privada no debe ser un privilegio que medre sobre los demás y que, más bien, debe velar porque su actividad vaya en todos los sentidos a favor de los menos favorecidos. En nuestro Código Civil eso se inscribió desde que fue reformado a fines de los años 20 del siglo pasado. Cualquier juez podría señalar sin dificultades cuándo un empresario no cumple con ese deber, legal y humanitario.
Salinas Pliego entiende así la función social de su empresa: “Los medios tienen una mayor vocación social porque están en contacto con la gente, y estamos conscientes de sus sueños y sus necesidades. Eso nos hace más sensibles; mal haríamos de no ser así, si no, imagínate, ¿cómo programaríamos? La televisión tiene una responsabilidad muy importante respecto a la formación de lo que está bien y lo que está mal. Si una chica, por ejemplo, se pone un tatuaje, pues al rato todas las muchachitas de México se van a poner el tatuaje… a la gente no le interesa una televisión inteligente, igual [sic] y lo que quiere es más de lo mismo, y si es así, pues eso es lo que habrá que darle”.
Finalmente, para nuestro empresario modelo, los bienes de la nación, como el espectro radioeléctrico, del que él es concesionario, no son nada sin el capital privado, son sólo una entelequia vacía. Lo que hace la realidad es quién tiene los medios para explotar y aprovechar esos medios. Nos dice al respecto: “… el agua es un bien público. Dios da el agua, pero no la entuba. El agua hay que llevarla a la comunidad, y eso cuesta. Efectivamente, el espectro radioeléctrico es un bien público. Yo soy concesionario de un espectro, pero soy propietario de los edificios, de las cámaras, de las casas de producción, de las editoras. Eso no es parte del bien público”. Mi querido y admirado Miguel Ángel, al respecto, le da una estocada a fondo que dudo que el empresario, de haberlo leído, lo haya entendido. Hablando de los empresarios televisivos en general, les dice: “… el principal activo de sus operaciones mercantiles, la autorización para operar, les da poder sobre un bien que no les pertenece sino que es propiedad del Estado, que lo deja en sus manos a título de concesión, sujeto a término expreso y específico”.
Salinas ni siquiera se imagina que no fue Dios quien lo hizo propietario, sino la nación. En mi próxima entrega trataré de explicarlo.
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