Editorial
Tras acordar una reforma electoral que incluyó la salida de parte del actual Consejo General del Instituto Federal Electoral (IFE), en un reconocimiento tácito del pésimo desempeño de ese órgano colegiado durante las campañas y las elecciones presidenciales del año pasado, los principales partidos políticos representados en la Cámara de Diputados, en vez de preocuparse por restituir credibilidad y autoridad moral a esa debilitada institución, se trenzaron en un jaloneo para asegurar tajadas de poder en el IFE, y en no pocos casos han buscado colocar a incondicionales suyos como consejeros electorales. Después de un proceso desgastante y degradante, y de un lamentable manoseo de nombres, trayectorias y prestigios o desprestigios personales, la Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados informó que, por falta de acuerdos interpartidarios, se posterga hasta febrero de 2008 el nombramiento de los nuevos integrantes del Consejo General.
La determinación, de dudosa legalidad de cara a las propias disposiciones adoptadas por los diputados para renovar al IFE, exhibe la falta de seriedad con la que ha sido abordada la necesaria reconstrucción de la institucionalidad electoral y además significa, en los hechos, la permanencia en sus cargos de los actuales integrantes de un Consejo General que perdió, a raíz de su inaceptable desempeño en los comicios de 2006, toda confiabilidad a ojos de la ciudadanía. Así, cuando se daba ya como un hecho impostergable la salida de los funcionarios electorales, particularmente la del todavía presidente del organismo, Luis Carlos Ugalde, los desacuerdos entre los legisladores han dado por consecuencia una prórroga a la presencia de empleados públicos que han perdido autoridad para desempeñar sus cargos.
Estos hechos confirman un alarmante desprecio a las instituciones por parte de quienes las encabezan: los diputados, que no han sido capaces de restituir el decoro y la credibilidad al IFE y que, por el contrario, han procedido a un desaseado regateo en su afán por garantizarse cuotas de poder en el organismo, y los propios consejeros, empezando por su presidente, quienes en lugar de entregar sus renuncias tras las graves irregularidades que permitieron o propiciaron en el proceso electoral del año pasado, se han aferrado a sus cargos –y, por descontado, a sus elevadísimos emolumentos– con un empeño que es, por decir lo menos, poco elegante.
La demolición institucional que tiene lugar desde el sexenio pasado expone sus más recientes muestras en el fallo reciente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en el caso Lydia Cacho; la impresentable reforma constitucional aprobada anteayer, que vulnera las garantías individuales, y que deberá ser discutida de nuevo por las modificaciones de que ha sido objeto en el Senado, y el referido desaseo con el que la Cámara de Diputados ha operado el necesario recambio en el organismo electoral federal. Si el conjunto de la clase política no revierte esa actitud, más temprano que tarde sus traspiés se traducirán en ingobernabilidad y en un escepticismo generalizado frente a los funcionarios y representantes populares que parecen empeñados en socavar su propia autoridad.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario