Arturo Alcalde Justiniani
Las fiestas navideñas son cada vez más ajenas a su origen histórico y religioso; los tumultos en los centros comerciales, las angustias por la cena y las exigencias para consumir o vacacionar con precios de temporada alta, ninguna relación tienen con la humildad, sencillez y profundo mensaje de solidaridad originales. La Navidad es la fiesta cristiana del nacimiento de Jesús; su celebración adquiere diferentes características entre las distintas iglesias, sin embargo, su antecedente se ubica en las fiestas romanas del solsticio de invierno. Era tiempo de frío en que los grupos sociales se juntaban para protegerse y compartir los escasos alimentos que tenían debido a las inclemencias del tiempo. “Los débiles se unen en las Navidades para protegerse del lobo –nos dice simbólicamente el pensador italiano Franco Avicolli–; los que son poderosos no requieren de esta unidad, utilizan sus propios medios”.
En el siglo XIII se fue conformando la tradición cristiana de celebrar la Navidad. El 25 de diciembre de cada año se realizaba la fiesta, de origen oriental, del nacimiento del sol, el dies natalis solis invicti; durante este periodo histórico dicha celebración se va sustituyendo por el nacimiento de Jesús y se empieza a cultivar el dies natalis cristi. El emperador Aureliano, en el año 273 después de Cristo, así lo decreta. San Francisco de Asís inicia la costumbre de representar el nacimiento con figuras en torno al pesebre. Los romanos en la época navideña adornaban sus casas con ramos verdes, intercambiaban regalos y felicitaciones. Más tarde, los germanos agregaron a estas fiestas sus abetos y luminarias. Eran tiempos de solidaridad con un enfoque íntimo. En la sabiduría popular se suele afirmar: “Navidad con los tuyos y pascua con los amigos”. A diferencia de los tiempos fríos, en que la respuesta frente a la escasez es la obligación de compartir, en el periodo de pascua la naturaleza ha despertado y es generosa en la producción de alimentos.
Además de la tradición popular comunitaria, en estrecha relación con el ciclo solar, en estas fechas está presente el mensaje de quien nació pobre para dejar clara su preferencia con los débiles y los marginados. Hans Küng, el teólogo suizo que visitó México recientemente, lo dice claro: “Se es cristiano cuando se apunta el compromiso humilde en favor del prójimo, a la solidaridad con los desheredados, a la lucha contra las estructuras injustas; disposiciones de gratitud, de libertad, de generosidad, de abnegación, de alegría, como también de indulgencia perdón y servicio...” Su reflexión es clave en estos momentos de desencuentro y de confusión, cuando los valores éticos y solidarios parecen perderse como conceptos ingenuos, cuando el cristianismo es más entendido como adoración cultural o interiorización mística y no como una vinculación auténtica con el pensamiento de Jesús.
En México nuestra realidad cotidiana nos demuestra que a pesar de ostentarnos como un pueblo esencialmente católico celebramos la Navidad totalmente alejados de su mensaje central, cada vez más cercanos a la lógica de la moda y del mercado y más ajenos al sentido fraterno y solidario con quienes deberían ser la preocupación cotidiana de nuestras vidas. Los datos hablan por sí mismos: dos tercios de los mexicanos viven en la pobreza y en la angustia constante, y su condición se mantiene precisamente por el injusto sistema de distribución de bienes, una de cuyas expresiones más importantes es la fijación de los salarios mínimos, que es una demostración del valor que se otorga al trabajo y a las familias de los hombres y mujeres que viven de su esfuerzo cotidiano para subsistir.
Desde otra óptica el mensaje profundamente solidario y fraterno de Jesús es imposible verlo reflejado en la fastuosidad de algunas celebraciones religiosas y en la conducta de los ricos y poderosos que ostentan y presumen su catolicismo. Es difícil, por ejemplo, imaginar a Jesús departiendo en los partidos de golf o en los cumpleaños del obispo Onésimo Cepeda.
A pesar de las contradicciones, nuestro pueblo sigue siendo mayoritariamente católico, quizá cada vez más alejado de la jerarquía católica, por la falta de compromiso con la justicia, la humildad y la verdadera solidaridad con los pobres. Porque se ha olvidado de que es su obligación cotidiana promover que los bienes se compartan, porque omite reconocer que muchos pobres dejarían de serlo si su preferencia por ellos fuese más explícita y práctica, si se apoyara más en los personajes que han tomado en serio este compromiso; recordamos entre ellos a los obispos Raúl Vera López, Samuel Ruiz García, Arturo Lona Reyes, y en su tiempo a don Sergio Méndez Arceo.
Una Iglesia comprometida con los pobres, sigue siendo la exigencia que se deriva de los principios cristianos, y la justicia y la dignidad de los hombres y mujeres, los valores esenciales que deberían conducir su acción.
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