Silvia Ribeiro
Vivimos en tiempos de guerra. Parecería que el solo hecho de ser indígena o campesino es una afrenta a los poderosos. La guerra contra la vida campesina es ancha y ajena y por muchas partes sentimos sus dentelladas. Empezó hace mucho, pero en días como hoy, a 10 años de la masacre impune de indígenas en Acteal, se siente más la herida.
Es una guerra suicida, porque los indígenas y campesinos han sido por más de 10 mil años los que han creado, cuidado y legado a toda la humanidad las bases de la alimentación, las fibras para abrigo y vivienda, la crianza de animales domésticos, el uso y cuidado de los bosques y ríos, de plantas medicinales, la comprensión profunda de la naturaleza, junto a una rica diversidad de aproximaciones filosóficas, políticas, artísticas y estéticas de la vida.
No es una visión romántica de la vida campesina: aún hoy la mayor parte de la alimentación mundial la proveen los campesinos y campesinas, quienes pese a los ataques directos o mediados y a las oleadas salvajes de migración siguen siendo más de la cuarta parte de la población mundial y siguen siendo los únicos capaces de mantener la biodiversidad agrícola y de semillas, vitales para el sustento de todos.
Son parte de esta guerra los tratados de “libre” comercio, patentes de corso de las grandes empresas para el tráfico de gente y mercancías, que hasta prevén fríamente –como en el caso del TLCAN– que con su advenimiento miles de campesinos desaparecerían. También son parte de esta guerra la privatización del agua y la tierra por leyes y programas gubernamentales y los cultivos transgénicos, otra arma de las trasnacionales de los agronegocios para contaminarnos y monopolizar las semillas, llave de toda la red alimentaria.
Pero a veces la guerra toma formas extremadamente descarnadas, como la masacre a sangre fría de 45 indígenas en Acteal, Chiapas, el 22 de diciembre de 1997. Aumenta la ignominia que a 10 años no se haya castigado a muchos de los autores materiales del crimen ni a ninguno de sus autores intelectuales.
Por el contrario, la guerra que se tramó desde el gobierno de Ernesto Zedillo, se intenta remozar con la versión de intelectuales de alquiler que pretenden cambiar el pasado, inventado una batalla “entre indígenas” que nunca existió. Lo que sí hubo –atestiguado nuevamente en estos días por muchos de los que estuvieron allí– fueron cadáveres de mujeres, niños y hombres asesinados a tiros por la espalda, algunos mientras rezaban en la iglesia, otros intentando escapar de la matanza, a manos de paramilitares entrenados desde fuentes gubernamentales.
Al 2007, la guerra continúa y en México se regodea con muchos otros asesinatos y atropellos impunes, como el ataque contra los campesinos y pobladores de San Salvador Atenco y Oaxaca, el asesinato de Aristeo Flores, del Consejo de Mayores de la Comunidad de Ayotitlán, de Concepción Gabino de Cuzalapa, de Faustino Acevedo de Oaxaca, por defender tierra, agua y semillas, la violación y asesinato de la anciana nahua Ernestina Ascencio por militares y muchos otros. Además de los más de 900 casos de presos políticos, la mayoría indígenas, que documentó Blanche Petrich (La Jornada, 28/10/2007) solamente desde el arribo del PAN al gobierno en el 2000.
Tan crucial como no olvidar Acteal, es saber que se preparan nuevas masacres, como han advertido desde las propias comunidades hasta personalidades reconocidas internacionalmente como John Berger y Naomi Klein recientemente.
Los métodos no han cambiado mucho. Otra vez, con la excusa de supuesta “protección ambiental”, se amenaza desalojar a comunidades zapatistas, con el contubernio de autoridades ambientales, como sucede en la reserva ecológica comunitaria de Huitepec y en la comunidad de Bolon Ajaw, aunque son las comunidades zapatistas las que verdaderamente cuidan el bosque.
Otra vez, se inventan asociaciones “civiles” para hacer creer que hay un enfrentamiento entre indígenas que pelean por la tierra, como la Opddic, cobijo de paramilitares que han agredido varias veces con armas a los campesinos zapatistas.
Pese a esta guerra que no cesa, las comunidades indígenas zapatistas en Chiapas, que el mundo conoció desde el levantamiento del EZLN en 1994, ya son una de las mayores experiencias de resistencia y creación autogestionaria de la historia. Tanto por su duración, su extensión territorial y en miles de personas, como por la calidad de la transformación: en la práctica y a contrapelo del poder han creado nuevas formas de educación, salud, economía, cultura, política, relaciones de género y de generaciones.
Donde había devastación, muerte, violaciones y humillación han sembrado vida, justicia y dignidad. Esta experiencia colectiva que ya es parte de la historia a nivel planetario, encarna la esencia terca y noble de la vida campesina. Por muchas razones, desde la deuda histórica con ellas hasta porque son apenas unos de los eslabones más visibles del ataque frontal contra muchas formas de resistencia al capitalismo salvaje, es tarea de todos defenderlas.
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