Carlos Martínez García
Sus implacables dichos llenan las primeras planas de los diarios, pero contribuyen al creciente vaciamiento de sus templos. Los jerarcas católicos descalifican a su propia feligresía, y al hacerlo la hieren más. No hay ejercicio de comprensión, de acompañamiento, hacia quienes las difíciles condiciones de la vida cotidiana de por sí mantienen lacerados y en permanente estado de marginación.
Con pocos días de diferencia, en España y en México conspicuos clérigos hicieron aseveraciones que culpabilizan a quienes en realidad son víctimas. En la misa dominical, dirigida por el obispo auxiliar de la ciudad de México, Carlos Briseño Archl, en ausencia del titular, Norberto Rivera Carrera, el sustituto dejó plena constancia de que está aprendiendo bien de su maestro y superior. Al respecto vale recordar que Rivera Carrera, en el contexto de un oficio religioso, llamó “prostitutos y prostitutas de la comunicación” a quienes, según él, destruyen el buen nombre y honor de las personas. El cardenal se refería a medios y personajes que dieron cabida a los señalamientos que sobre él se recrudecieron el recién terminado año, en el sentido de que era encubridor de pederastas. En su ya conocido y fulminante estilo hizo descender fuego contra sus críticos, pero nada de diálogo y explicaciones porque él es uno de los llamados “príncipes de la Iglesia”.
En la línea descalificatoria bien marcada por Norberto Rivera, el obispo auxiliar de la arquidiócesis de la ciudad de México, Carlos Briseño, según nota de Alma E. Muñoz, en su homilía “arremetió contra las madres de familia que trabajan. Las acusó de despreciar y ‘minusvalorar’ su papel de amas de casa, así como de abandonar el cuidado de una familia ‘en aras de una vida con más confort y de una realización personal al margen del esposo y los hijos’” (La Jornada, 31/12/07). Fue más allá, “el prelado utilizó la figura del emperador romano Herodes para criticar a este grupo de mujeres y a los jóvenes, por considerar que influyen en la desintegración familiar”.
Un hecho complejo, las mujeres que por distintas circunstancias trabajan, es presentado por el obispo de una manera simplista y grosera. El símil utilizado, el de Herodes, no sólo es exagerado, sino que raya en la injuria hacia las mujeres que laboran fuera de sus casas y que son obligadas a hacerlo por las difíciles circunstancias que cotidianamente confrontan. Circunstancias muy lejanas a las ideales que el clérigo imagina.
Por su parte, en España, el obispo de Tenerife Bernardo Álvarez señaló que en los numerosos casos de pederastia que afectan a miembros de la Iglesia católica “puede haber menores que sí lo consientan y, de hecho, los hay. Hay adolescentes de 13 años que son menores y están perfectamente de acuerdo y, además, deseándolo. Incluso, si te descuidas, te provocan” (nota del corresponsal Armando G. Tejeda, La Jornada, 28/12/07). Consentidas, o no, las relaciones sexuales entre sacerdotes católicos, o ministros de cualquier otro culto religioso, y menores de edad son delitos que de ninguna manera pueden justificarse, y menos con explicaciones endebles como la del obispo español.
El abuso sexual de los clérigos católicos es de tal magnitud que ha afectado gravemente las finanzas de la institución eclesiástica, debido a las millonarias indemnizaciones en dólares pagadas a las víctimas. Pero sus mayores estragos no son financieros, sino que están en el terreno de la merma en la credibilidad de la Iglesia católica, debido a los malabares de todo tipo a que ha recurrido para evitar que cientos, ¿o miles?, de sacerdotes sean encarcelados. En el proceso de evasión de responsabilidades por parte de la burocracia clerical que dirige desde Roma los destinos de la institución, la más lastimada ha sido una amplia parte de la feligresía que comprueba cómo en lugar de hacer salir la verdad de las redes de complicidad que prohíjan la pederastia, se han tendido mantos de tinieblas para solapar a los predadores sexuales de infantes.
En el contexto bosquejado, el de la impune red encubridora, lo manifestado por el obispo de Tenerife –quien presenta a inermes sacerdotes provocados por la lascivia de precoces cazadores de placeres prohibidos– es un acabado ejemplo de barbarie clerical. Estamos ante la cerrazón, que se niega a comprender que debido a sus propios excesos, fallas y estructura vertical, la Iglesia católica se encuentra en franco declive. Pero no hay sensibilidad para avizorar y evaluar los signos internos de la paulatina declinación. En su hermenéutica son siempre los de afuera los responsables, los que asedian a la inmaculada organización eclesiástica. Todo, desde su hermenéutica excluyente, es una asonada de sus adversarios.
Dice el libro veterotestamentario de Eclesiastés, capítulo 3, “que todo tiene su tiempo”. Y el tiempo de lanzar invectivas en todo lugar y contra todos por parte de una jerarquía eclesial insensible ya debe llegar a su fin. Si no por convicción, que los clérigos aquejados de insensibilidad lo hagan por conveniencia, para permanecer y no ser arrasados por el vendaval que merma la cantidad de quienes todavía les escuchan.
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