Alejandro Nadal
Es buen tiempo para leer el poema escrito hace más de 50 años por E. E. Cummings. Nunca hay que apiadarse del monstruo ocupado, dice el poeta. Produce cosas, pero no puede hacer que nazcan. Es la (in)humanidad, afirma Cummings, que vive endiosada en la creencia de su grandeza a pesar de su pequeñez y vive sometida a esa enfermedad confortable que llamamos civilización.
Cada vez existe más gente en el mundo que cuestiona la noción de progreso y civilización que hemos heredado. Incluso en los países ricos y en las capas más beneficiadas de la población, el sentimiento de insatisfacción es cada vez más difundido. Esto puede parecer paradójico para muchos porque las ventajas que una parte importante de la población mundial ha podido derivar de eso que llamamos civilización no son despreciables: mayor esperanza de vida, erradicación de enfermedades terribles, energía con sólo accionar un botón, etcétera. Casi parece evidente que lo que llamamos progreso y civilización trae beneficios portentosos.
Cierto, la abundancia de mercancías y de riqueza material es sorprendente, aunque todos sabemos que coexiste con una desigualdad igualmente impresionante. Eso ya debería ser una razón suficiente para cuestionar el sentido de “nuestra” civilización. Aunque muchos de esos beneficios materiales le han llegado a una parte importante de la población mundial, es cierto que la mayor parte de la población del planeta no vive en condiciones satisfactorias.
¿Qué dicen los números? De la población mundial de 6 mil millones de seres, mil millones viven en condiciones que podrían acomodarse a la palabra civilización: acceso a buenos servicios de salud y alimentación, comodidad material y esparcimiento, estabilidad patrimonial. En esa capa se encuentran los 300 y pico millonarios del mundo. Pero debajo de ese estrato hay 2 mil millones que se mantienen con ingresos cercanos a los 8 mil dólares anuales, lo que apenas les permite sentirse que son parte de la sociedad de consumo. Viven endeudados, rentando el espacio en el que malviven, amenazados por el fantasma del desempleo y no tienen protección para el caso de contraer enfermedades.
Otros 2 mil millones viven en la pobreza, con un ingreso minúsculo y una alimentación deficiente. Sus condiciones materiales de vida son insatisfactorias, con malos servicios de agua y salubridad. Finalmente, otros mil millones se hunden en la pobreza extrema en distintas regiones del planeta, y su existencia es brutal y breve, como diría Hobbes. Es decir, para 85 por ciento de la población mundial el sueño de la civilización y el progreso todavía es una distante ilusión.
Lo más importante es que lo que llamamos riqueza material es resultado de un gigantesco proceso de destrucción ambiental que está provocando la mayor y más rápida extinción masiva de especies en la historia de la biosfera. Desde que surgió la vida en el planeta se han presentado cinco extinciones masivas de especies: procesos en los cuales una proporción importante de las especies existentes desaparece de la faz del planeta para siempre. La primera se produjo hace 450 millones de años y la quinta se presentó hace apenas 65 millones de años. En conjunto, esos episodios de extinciones masivas han provocado la desaparición de cerca de 98 por ciento de todas las especies que alguna vez han vivido en nuestro planeta. Ésa sí que es una estadística terrorífica.
Hoy la (in)humanidad está provocando el sexto evento de extinción masiva en la historia de la biosfera. Y este episodio está avanzando a un ritmo mucho más rápido que en los casos de otras extinciones masivas. Se calcula que cada año se extinguen entre 17 mil y 100 mil especies. ¿Cómo puede un experto afirmar que se extinguen 17 mil especies cada año y otro científico afirmar que son 100 mil? Para algunos, eso desacredita a los biólogos y paleontólogos y los hace quedar como alarmistas. Pero no hay que engañarse. El hecho de que las estimaciones sobre el número de especies que anualmente se extinguen tengan un rango tan grande se debe, en primer lugar, a la incertidumbre sobre el número total de especies en la biosfera. El récord fósil revela que aun el rango inferior es varios órdenes de magnitud superior a la tasa normal de extinciones en el planeta en “tiempos normales”.
No cabe duda. La humanidad está teniendo el mismo impacto que el de una colisión del planeta con un meteorito (como pudo suceder hace 65 millones de años, cuando se extinguieron los dinosaurios). Pero hasta ahora, nos hemos estado preocupando por las soluciones puntuales, como reciclar materiales o ahorrar energía. Son cosas buenas, pero quizás van a ser insuficientes para revertir el proceso de destrucción porque están situadas en un plano demasiado localizado. No estamos controlando las fuerzas económicas detrás de la colosal destrucción ambiental que estamos generando. Ni siquiera aparece en el horizonte algo que se parezca a un consenso sobre cómo frenar el apetito del monstruo ocupado. Quizás el comienzo sea hacerle sentir la humildad de su pequeñez.
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