León Bendesky
Por dondequiera se habla de la crisis financiera, aunque se hacen pocos matices sobre la forma, las consecuencias y el alcance que podría tener. El entorno financiero padece, otra vez, las repercusiones de la hiperinflación de los precios de los activos, en este caso de los bienes raíces. En eso consiste, en esencia, la crisis de las hipotecas de alto riesgo, o sea, créditos de baja calidad, por ello su nombre de subprima.
Hay evidencias de las dificultades serias que padecen algunas grandes empresas financieras: bancos comerciales y de inversión han reportado fuertes pérdidas en sus resultados, que se derivan del mercado hipotecario, estrechamente articulado en los mercados interbancarios y en términos geográficos en los principales centros financieros del mundo.
No ha sido tan evidente, por ejemplo, el caso de las compañías que aseguran los bonos que colocan las empresas entre los inversionistas. Cuando una empresa coloca esos bonos, los compran los bancos que, a su vez, se aseguran contra el riesgo que adquirieron. Esas aseguradoras se conocen como monolines, porque están limitadas, generalmente por los reguladores, para realizar un solo tipo de operaciones, en este caso el seguro al que nos referimos.
Una de las principales monolines, Ambac, vio hace un par de semanas degradada la calidad de su cartera por la calificadora Fitch, lo que llevó a la intervención de la Reserva Federal para prevenir un colapso del mercado. Si las aseguradoras de crédito empiezan a padecer también los efectos de la crisis hipotecaria, la situación será más grave y de mayor extensión.
Estas condiciones han ido ejerciendo una presión sobre el sector productivo debido a la falta de liquidez que ha provocado en los mercados de dinero y capital. Así, empiezan a afectarse de modo adverso las decisiones de inversión y de consumo que se derraman en los sectores productivos y el mercado de trabajo. Además, se quebró el patrimonio de muchas familias por la pérdida del valor de sus casas.
En el cuarto trimestre del año se espera que la tasa de crecimiento de la economía de Estados Unidos empiece a mostrar una reducción que puede ser significativa y comience un periodo de lento crecimiento. Hay quienes estiman que la tasa de crecimiento del producto puede ser negativa, y si eso ocurre durante dos trimestres seguidos se considera que hay recesión. Alan Greenspan, a quienes algunos denuncian como responsable de haber dejado desde su antiguo puesto de presidente de la Reserva Federal que la “burbuja” especulativa del mercado hipotecario haya crecido hasta las dimensiones de una crisis, sentenció recientemente que la recesión ya podría haber empezado.
Pero como dijo el rey Lear: lo peor no ocurre hasta que se pueda decir “esto es lo peor”. Los efectos de las crisis no se pueden señalar por adelantado, sino que se van registrando a medida que los hechos ocurren lo que, en efecto, permite en cada etapa proyectar sus consecuencias y tratar de intervenir para contenerlas. Así que hoy no es posible decir con certeza cuándo estallará lo peor de la crisis y cómo se manifestará en los diversos planos en que operan los mercados.
Hasta ahora puede hacerse un recuento de los hechos, observar los movimientos de los precios y de las cantidades en los mercados, uno de ellos –no el único– el de las acciones y otros títulos financieros, y registrar las consecuencias, así como las reacciones de los involucrados: bancos, empresas, familias y gobiernos.
La desaceleración de la economía de Estados Unidos es prácticamente un hecho; la recesión es hoy probable, pero no cierta; la forma en que la crisis se extienda por otras partes, especialmente entre los países más desarrollados, no se puede asegurar. Se sabe que hay economías que pueden ser muy vulnerables, como el caso de México, a pesar del ánimo valeroso y justiciero de quienes gobiernan y administran los asuntos públicos con su escudo de petróleo.
En los últimos 20 años se han sumado en el mundo una larga serie de crisis financieras: el crack bursátil de 1987, la quiebra del Sistema Monetario Europeo en 1992 y la salida de él de la libra esterlina; la quiebra de la economía mexicana a fines de 1994 (cuyos costos aún se están pagando y que provocó un contagio extenso con el llamado efecto tequila); la crisis asiática de 1997, que desde Tailandia tuvo efectos globales; la suspensión de pagos de la deuda de Rusia en 1998; la gran crisis Argentina de 2000, y el colapso del mercado de empresas de tecnología en 2001.
Estos eventos se suceden con mucha rapidez, condición que contrasta con etapas anteriores de la historia del capitalismo en las que los periodos de recuperación eran más largos, hasta que se creaban nuevas condiciones desde las finanzas, las empresas y los gobiernos para una nueva ronda de hiperinflación del precio de los activos, cualesquiera que fueran. Hoy no hay tiempo para recuperarse y lo que parece que ocurre es la necesidad de intervenir en la crisis para preparar la economía para la siguiente, en una secuencia alocada que genera más volatilidad e incertidumbre con profundos efectos económicos y sociales.
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