Eduardo Montes de Oca
No andaba descaminado el presidente de Bolivia, Evo Morales, cuando, hace unos días, denunciaba una conjura internacional para frenar los procesos de cambio en su país y en América Latina, y acusaba al Gobierno de los Estados Unidos de liderar ese movimiento.
No, no se equivocaba Evo, porque basta consultar como al desgaire, como quien no quiere la cosa, cualquier representante de la gran prensa, de esa que algunos llaman falsimedia, para corroborar la arremetida contra Bolivia, Ecuador y Venezuela, cuyos dirigentes se pronuncian por el socialismo del siglo XXI.
A no dudarlo, campea por sus respetos un verdadero movimiento internacional de opositores, que encuentra eco y apoyo irrestricto en ciertas fuerzas locales. Y no es para menos: recordemos que el pasado 9 de diciembre la Asamblea Constituyente aprobó en Oruro, por dos tercios de los presentes –165 miembros-,410 de los 411 artículos de la nueva Constitución, cuyo proceso de redacción y ratificación resultó sistemática y encarnizadamente boicoteado por la oligarquía interna. Sólo uno de los artículos, el relacionado con la tenencia de la tierra, no obtuvo el consenso estipulado por la ley de convocatoria de la Asamblea.
El proyecto de nueva Constitución recoge, de esta manera, la garantía de la propiedad estatal sobre los recursos naturales, la seguridad social, la gratuidad de la salud y de la educación, y el nivel de autonomía a que pueden aspirar los nueve departamentos y las etnias que configuran al país. Por cierto, esto de la autonomía de las etnias indígenas, aprobada recientemente por la Asamblea General de la ONU, constituye una de las reivindicaciones históricas del pueblo boliviano.
Como afirman los analistas Marco Aparicio y Gerardo Pisarello, el rasgo central del texto constitucional es la voluntad de articulación política de una sociedad culturalmente más diversa y socialmente menos desigual. El Estado se caracteriza, al mismo tiempo, como plurinacional, comunitario, libre, autonómico y descentralizado, así como unitario. Y aquí abramos un paréntesis. ¿Habrá flagrante contradicción en rasgos como el de autonómico y unitario, por ejemplo?
No lo creo. La fórmula de Estado autonómico-descentralizado y unitario es si acaso aparentemente contradictoria, ya que, en esencia, refleja el complejo intento de asegura el autogobierno de los más vulnerables –los pueblos y comunidades indígenas- y, a la vez, de quitar legitimidad a los intentos separatistas de los más poderosos: la oligarquía de los ricos departamentos de Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija.
Obviamente, tales principios son tomados por el bloque de la oligarquía boliviana y de la internacional como un pésimo ejemplo para el resto de los pueblos de América Latina que aspiran a que sus respectivas constituciones plasmen sus derechos como seres humanos.
A estas alturas, observadores como Eduardo Dimas aprecian un empate entre el Gobierno y la oposición. Ni la oligarquía está en capacidad de derrotar al Gobierno ni el Gobierno está en condiciones de neutralizar a la oposición sin el uso de la fuerza. ¿Por qué el empate? Entre otras razones, porque, si bien la convocatoria de la Asamblea Constituyente representó un reclamo democrático, desde abajo, quizás no haya sido tan conveniente la forma legal en que se le dio curso a ese reclamo, pues un complejo procedimiento acabó subordinándolo al sistema de partidos existente. Otro problema: el sistema de mayorías cualificadas (dos tercios) confiere un notable poder de veto a la oposición.
De ahí que el gabinete de Evo haya tenido que pactar con los prefectos departamentales –algunos de los cuales se han apresurado a viajar a los Estados Unidos- la revisión del proyecto de Constitución, que ya se divulga con vistas a su aprobación en referéndum, en el primer semestre del presente año, a estimación del Senado. Afortunadamente, según el vicepresidente Álvaro García Linera, “los cambios serán mínimos”, y no estructurales, sino de aplicación e interpretación de los principios básicos. Principios básicos que son: el respeto a la unidad, la democracia, los resultados de la consulta autonómica, y el apoyo al protagonismo del poder ejecutivo en la economía nacional y al proceso de transformaciones sociales.
No obstante, Gobierno y fuerzas populares tendrán que mantenerse en guardia. Porque si algo caracteriza a la oligarquía boliviana es su profundo carácter reaccionario, su racismo y su convicción de impunidad amparada por el Tío Sam. Y aquí asoma otro peligro: aunque el alto mando del Ejército ha reiterado su apego a la constitucionalidad, nadie debe olvidar que la historia de Bolivia rebosa de golpes de Estado, algo que ahora pide a voz en cuello la oligarquía local, mientras se ocupa en la formación de grupos paramilitares, como preparándose para el asalto final.
Asalto cuya efectividad solo podría ser frustrada por el pueblo, si aprueba masivamente la Constitución y, llegado el caso, se erige, aun al precio de innumerables vidas, en el verdadero protagonista de su historia.
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