Adolfo Sánchez Rebolledo
Convencido de su estrategia, el gobierno estimula la especulación en torno a la reforma energética pero se abstiene de dar cualquier explicación concreta o hacer una formulación propia sobre cuáles serían los objetivos deseables. Prefiere que sus aliados y algunos voceros oficiosos tomen la responsabilidad de calar qué tanta privatización aceptará la sociedad a las puertas de una nueva recesión. Del sueño guajiro de abrir sin trabas la explotación del petróleo al capital global, raíz y razón de la oleada privatizadora, ya se habla menos. Nadie, aseguran, quiere matar a la gallina de los huevos de oro. Por ahora, se dice, es urgente devolverle vida, eficacia, competitividad, a Petróleos Mexicanos (Pemex), aceptando que los campos petrolíferos se agotan y no hay recursos suficientes –ni tecnología disponible– para explorar y explotar otros ricos yacimientos. Sin embargo, el debate no estriba en si es necesaria o no la reforma de Pemex, asunto en el cual parecen existir amplias coincidencias; el tema, repito, es si se puede modernizar la industria sin violentar, como ya se hizo en el pasado, las disposiciones de la Carta Magna mediante el expediente de modificar las leyes reglamentarias.
Es evidente que ni el gobierno ni los promotores de la reforma en el Congreso se atreven a dar la batalla por la privatización a cara abierta, y por eso se valen de algunos subterfurgios más o menos rudimentarios, como decir, por ejemplo, que Pemex (o en su caso la CFE) mantendrá su patrimonio, eludiendo el “tabú” que hace “intocables” ciertas formas de propiedad reservadas por la Constitución a la nación. Los adversarios de mantener vigente el “tabú” petrolero se presentan a sí mismos como celosos defensores del estado de derecho, pero se muestran muy poco sensibles en cuanto a la obligación general de respetar la ley en esta materia. Si acaso, piden que la ley se “ajuste” a la realidad, para estimular legalmente las “asociaciones” con capitales nacionales y extranjeros. Eso sí, sin reformar la Constitución. Para justificar dicho proceder se traen a cuento las actividades donde ya participa la inversión privada, sin diferenciar entre aquellas que están permitidas y las que son francamente ilícitas, pero tal señalamiento es importante para distinguir entre una reforma modernizadora y un asalto al patrimonio nacional.
Naturalmente, sería un contrasentido creer que la nacionalización implica impedir toda participación privada en la rama petrolera, asunto que si ya era erróneo a mediados del siglo pasado, hoy, en las condiciones de la globalización, constituye un absurdo. “Si nosotros concibiéramos el conjunto de la industria petrolera –desde los estudios geológicos hasta el registro de las marcas industriales de nuestros lubricantes en todos los países del mundo– como una serie de actividades realizadas de todo y por todo por mexicanos, habríamos exagerado el límite sensato de la política nacionalista”. Fue esa convicción compartida por el presidente Lázaro Cárdenas la que llevó a la reforma de 1939, donde se aseguró la soberanía de la nación sobre la explotación de dicha industria, de tal manera que el principio constitucional no se confundiera con un estatus irreformable o cerrado a la participación del capital privado en amplios campos de dicha actividad.
Sin embargo, esa apertura no satisfizo a los grandes intereses petroleros afectados por la expropiación, cuyas presiones se tradujeron, finalmente, en el establecimiento de un régimen de contratos que les abría, de nuevo, el paso. “Los petroleros –escribe Narciso Bassols– no se interesan por la cuestión abstracta, teórica, de quién es el dueño del petróleo, jurídicamente hablando. Les basta con obtener una fórmula de entendimiento con el gobierno de México, que, de hecho, los convierta en dueños actuales del producto.”
Que esa fórmula ya existe, más allá de las precauciones tácticas del gobierno y sus llamados a estudiar el asunto, lo demuestran las declaraciones de los legisladores priístas Gamboa Patrón (“El capital privado podrá explorar y explotar crudo en aguas profundas”) y Francisco Labastida, senador y ex candidato presidencial por el mismo partido, quien es el que lleva la negociación con el Ejecutivo.
Con las variantes del caso, se pretende volver a una ecuación reglamentaria que permita refuncionalizar el contratismo inaugurado bajo la presidencia de Miguel Alemán para oponerse al “prejuicio” nacionalizador contenido en el artículo 27 constitucional. Por suerte existen observadores atentos como Antonio Gershenshon, que llevan años advirtiéndonos sobre tales maniobras. En un artículo publicado en La Jornada hace tiempo escribió: “Ahora, los tecnócratas y los funcionarios derechistas quieren regresar a esa época. Y en su plan de negocios también plantean que no se apliquen en los contratos para perforar en aguas profundas las leyes federales de obras y de adquisiciones, para poder adjudicar los contratos sin concurso. Ante la imposibilidad política de cambiar la Constitución, quieren cambiar las leyes que la reglamentan, en un sentido contrario al constitucional”.
Otros, menos preocupados por el tema de la propiedad, temen que la privatización de Pemex repita el fracaso de la reforma del Estado de comienzos del año 90 y advierten del peligro de crear nuevos monopolios privados al servicio de un modelo concentrador de la riqueza y, en definitiva, poco competitivo. Sin embargo, aunque tienen razón al exigir mecanismos de regulación verdaderamente eficaces, eluden la cuestión principal: ¿Debe el país subastar la explotación del petróleo justo cuando la crisis económica nacional obliga a proteger nuestras capacidades y recursos? ¿Puede una reforma diseñada como un bodrio legal modernizar a la industria sin cancelar sus objetivos nacionales?
El gobierno debe decirnos cuál es su planteamiento. Las cartas están sobre la mesa. Tomemos como ejemplo la serenidad de ánimo, el patriotismo y la dignidad de quienes hicieron posible la preservación del patrimonio nacional. La estridencia nubla el entendimiento y encona innecesariamente los ánimos.
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