Carlos Fernández-Vega
Al inquilino de Los Pinos le ha dado por revivir cadáveres del foxismo. Lo hizo –verbalmente, desde luego– con la “integración energética con Centroamérica” (Plan Puebla-Panamá) con una refinería para las trasnacionales que operan en aquella región, y lo hace ahora con su “magna obra” sexenal en materia petroquímica, o lo que es lo mismo la “obra más importante” del sexenio anterior en igual renglón conocida entre los médicos forenses como Proyecto Fénix.
Apenas el lunes pasado, y con la promesa de “reactivar” la industria petroquímica, el michoacano anunció “un plan para que Pemex suministre a largo plazo etanol y gasolinas naturales a la iniciativa privada, a cambio de que ésta construya una planta de etileno, con una inversión de mil millones de dólares. Dicha estrategia parece resucitar el fracasado Proyecto Fénix del foxismo, con cuya versión original comparte algunos paralelismos, como la construcción de una planta de etanol que en 2004 iba a costar mil 800 millones de dólares, más otra de aromáticos por 800 millones. Sin haber bautizado su proyecto, Calderón lo calificó –tal como hizo Vicente Fox en 2000 con el suyo– de ‘magna obra’ sexenal e informó –igual que se hizo entonces– que los recursos para la edificación de la planta provendrán de empresas privadas, las cuales determinarán la ubicación del complejo petroquímico… Anunció su propósito de ‘relanzar’ la petroquímica y reducir la dependencia de México del exterior en materia de derivados del petróleo. Para ello dijo que Pemex licitará contratos de largo plazo para el suministro de etanol y gasolinas naturales a la industria nacional, a precios competitivos…” (La Jornada).
Qué bueno, porque la “continuidad” no sólo intenta revivir el cadáver, sino que pretende hacerlo con el mismo instrumental que terminó por matar al Proyecto Fénix (parte de él la voracidad del capital privado participante), la “obra más importante” del foxismo en dicho renglón… que, como tantas otras, nunca se concretó.
Anunciado en noviembre de 2003, pero presentado en sociedad en octubre de 2004, Vicente Fox presentó el Proyecto Fénix como un “parte aguas en el desarrollo de la industria petroquímica nacional” que “activará sustancialmente la inversión que se había rezagado por décadas”, en el que “Petróleos Mexicanos será socio minoritario”, pues “se han seleccionado las firmas privadas (Grupo Alfa-Basell Polyolegins; Idesa y Nova Chemical) que ofrecen las mejores condiciones para formar una asociación estratégica con Pemex-Petroquímica. La nueva sociedad traerá inversiones, crecimiento económico y generación de empleos” (favor de revisar el discurso calderonista del lunes; cualquier coincidencia retórica no es una mera coincidencia).
El objetivo, pues, “un complejo petroquímico de clase mundial”, con tecnología de punta e inversiones estimadas en cerca de 2 mil 700 millones de dólares, con lo que “México habrá de convertirse en un productor globalmente competitivo, sustituyendo importaciones por alrededor de mil 500 millones de dólares anuales y con la amplia posibilidad de exportar excedentes. Con trabajo, inversiones, estabilidad macroeconómica, confianza y estabilidad política en el país, es como la economía de México está nuevamente en crecimiento”.
Pues bien. Ni inversiones, ni clase mundial, ni nada, y los 2 mil 700 millones de dólares originalmente previstos comenzaron a menguar hasta llegar a cero. Nueve meses después del pomposo anuncio en Los Pinos, no se habían tomado siquiera la molestia para definir el punto geográfico (Tamaulipas o Veracruz) en el que se construiría ese “proyecto petroquímico más importante”, y parte sustancial de la cancelación, más allá de la retórica foxista, fue la ambición del capital privado de obtener un precio de la materia prima (la gasolina natural) menor al del mercado, algo por demás “natural” en este tipo de negocios “compartidos”.
Calderón resucita el Proyecto Fénix para finiquitar el trabajo iniciado por los cuatro gobiernos (tres priístas y una panista) que le antecedieron, porque fue en los tiempos de Miguel de la Madrid, Carlos Salinas y Ernesto Zedillo cuando se modificó la legislación energética y se “interpretó” el artículo 27 constitucional, no sin la complicidad de los legisladores priístas y panistas, y Fox llegó para meter el acelerador, aunque sin resultados.
El gobierno de Adolfo López Mateos, al expedir la Ley Petroquímica de 1959, ratificó la exclusividad del Estado –vía Pemex– para procesar y comercializar la petroquímica básica y para ello estableció que alrededor de 70 serían los productos que la conformarían. En 1960 oficialmente se puso en marcha la industria petroquímica paraestatal, pero el gusto duró poco más de cinco lustros. En 1986 Miguel de la Madrid “reclasificó” alrededor de 40 productos petroquímicos básicos –reservados al Estado– y lo convirtió en secundarios –capital privado–, de tal suerte que restó margen de maniobra financiera y comercial a la industria petroquímica operada por Pemex y hasta ese momento reservada a la nación.
Carlos Salinas (1992) aumentó el número de petroquímicos secundarios (por ende, redujo el de básicos), y restringió aún más el margen de maniobra de la paraestatal; la inversión pública en el sector desapareció y sólo 8 productos petroquímicos permanecieron como básicos. No es gratuito, pues, que alrededor de 90 por ciento de esta actividad esté controlada por particulares, nacionales y extranjeros. Ernesto Zedillo quiso dar la puntilla a la participación pública e impuso la “nueva ley” reglamentaria del 27 constitucional, aprobada en octubre de 1996, que autorizó la venta de 61 plantas petroquímicas propiedad de la nación (51 por ciento el Estado, 49 el capital privado). Las nuevas reglas sólo aplicaban a las plantas petroquímicas existentes –las viejas, a las que en esa década (1986-1996) no se les invirtió un solo centavo–, porque para las nuevas la inversión privada extranjera es al 100 por ciento.
Las rebanadas del pastel
Y hoy, con la misma “creatividad”, vamos por la “magna obra” sexenal en materia petroquímica.
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