Editorial
En la conferencia de prensa que ofreció ayer en Los Ángeles como remate de su gira por Estados Unidos, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, incursionó en la política del país anfitrión y comprometió gravemente, de paso, la posición del nuestro: “El gobierno mexicano –dijo– está decidido a iniciar una nueva etapa en la relación con Estados Unidos a partir de la integración de las nuevas autoridades estadunidenses, tanto en la presidencia como en el Congreso [...] Una nueva etapa más constructiva, más positiva, de mayor corresponsabilidad en nuestros problemas comunes [...] Eso no quiere decir que hayamos tenido una relación mala o inadecuada con el presidente Bush [...] Pero la renovación del gobierno en Estados Unidos –abundó– representa una oportunidad singular para mejorar nuestras relaciones”.
De golpe, el gobernante mexicano clausuró toda posibilidad de mejoría con el actual ocupante de la Casa Blanca, un presidente que sin duda ha sido nefasto para su país y para el resto del mundo –México incluido, por supuesto–, pero al cual le quedan todavía más de 10 meses en el cargo. Al expresarse de esa forma, el propio Calderón restó importancia a los problemas bilaterales en la agenda del gobierno saliente y minimizó, con ello, las posibilidades de avanzar en su solución durante, cuando menos, un año.
Al agravio gratuito e innecesario a la actual administración estadunidense ha de sumarse la ligereza con que Calderón festejó la salida de la contienda en las elecciones primarias de “las voces más radicales y menos ponderadas sobre temas sensibles, como el migratorio”, en aparente referencia a los precandidatos republicanos eliminados, sin considerar que en el bando demócrata también han quedado al margen de la carrera presidencial las posturas más proclives a resolver de una manera digna y decorosa el drama de los trabajadores mexicanos en el país vecino. Tampoco tomó en cuenta, a lo que puede verse, que quienes quedaron fuera de la competencia representan a corrientes políticas que siguen actuando, a pesar de todo, y con las cuales deberán negociar quienes consigan las postulaciones presidenciales en los dos partidos.
Por añadidura, en la circunstancia presente resulta temerario pronosticar quién quedará al frente de la Casa Blanca a partir de enero del año entrante, así como dar por hecho que el sucesor o sucesora de George W. Bush asumirá, ante las inadmisibles y lacerantes condiciones que enfrentan los migrantes mexicanos, actitudes más humanas y de mayor sentido común que las exhibidas por el todavía presidente. Ni Barack Obama o Hillary Rodham Clinton, en el Partido Demócrata, ni John McCain, en el Republicano, son garantía de sensibilidad, realismo y espíritu constructivo en temas migratorios, y darlo por hecho supone un grave desconocimiento del funcionamiento político de Estados Unidos.
No sería esa la única pifia de Calderón. Fue poco elegante, e incluso hostil, su referencia al déficit público del estado de California: “aquí [...] y en Estados Unidos, no se diga ya, no les alcanzan los pizarrones para poner tantos ceros en su déficit; nosotros lo estamos haciendo con un déficit cero [...] Al contrario de dejar endeudados a los demás, estamos reduciendo la deuda pública”.
México requiere de firmeza en la defensa de los derechos de sus ciudadanos en el extranjero, no de expresiones destempladas y poco pertinentes. Se necesita enfrentar el problema de los migrantes en el ámbito bilateral, no mediante especulaciones y hasta intromisiones en la política estadunidense. Las palabras de Calderón en Los Ángeles fueron el cierre deplorable de una gira sin sentido, claridad ni propósito, y una confirmación de la debilidad y carencia que padece el actual gobierno federal en materia de diplomacia y política exterior.
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