Porfirio Muñoz Ledo
Poco se ha observado el paralelismo establecido durante veinte años entre los proyectos de Reforma democrática del Estado, reiteradamente frustrados, y los avances, sinuosos pero demoledores, de las reformas neoliberales. Es el retrato mismo de esta transición que nos ha conducido a la instauración de una “democracia colonial”, falsamente liberal y definitivamente subordinada.
El rompimiento político de 1988 postulaba el establecimiento de una nueva constitucionalidad, capaz de recuperar la soberanía popular y ensanchar la autonomía de la nación. La derrota consentida abrió el paso, en cambio, a modificaciones sustantivas en el régimen económico que debilitaron profundamente la rectoría del Estado y a reformas electorales sucesivas que nos instalaron en la pluralidad, repartieron el autoritarismo, diseminaron la corrupción y entronizaron la supremacía de los poderes fácticos.
Los equívocos en que se han empantanado los trabajos encomendados por el Congreso a la Comisión de Construcción de Acuerdos representan otro capítulo de la misma historia. Sólo que ahora la esquizofrenia es institucional. De un lado, las miles de ponencias, las posiciones oficiales de los partidos y los laboriosos desvelos de los redactores. Del otro, el ejercicio de un veto virtual del gobierno al que se acomodan los principales liderazgos parlamentarios en búsqueda de un mendrugo legislativo.
La distancia que separa la agenda temática -elaborada por mandato de ley- y los magros logros alcanzados es abismal e imposible de colmar. Aún más, las reformas hasta ahora introducidas han sido ya controvertidas: la electoral por la vía de acción de inconstitucionalidad y la de Seguridad y Justicia por la introducción de iniciativas de contrarreforma tendientes a impedir la legalización de un estado permanente de excepción y de la represión política.
Ninguna de las grandes reformas esperadas ha sido abordada en serio. No existen en la agenda real de los mandarines. Así la parlamentarización del sistema, la segunda vuelta electoral, la reelección legislativa, la adopción de la democracia participativa, la reafirmación del Estado laico, la sustitución del Presidente de la República, el voto de los mexicanos en el extranjero, la equidad de género, la ley de partidos, el tribunal Constitucional, la autonomía del ministerio público, la soberanía municipal y la reforma fiscal de la federación.
Como hace seis años, la agenda verdadera proviene de Los Pinos. Estimulada por el éxito de la retrógrada ley del ISSSTE y la victoria gasolinera de la reforma fiscal, nos amenaza la privatización de PEMEX y se enfila ya la precarización de las relaciones laborales. Cualesquiera que sean los ropajes que las encubran, las intenciones son claras y las decisiones transnacionales están tomadas. Esperemos que también las de la sociedad mexicana.
Las precede un número suficiente de iniciativas y anuncios que no podríamos tener duda sobre el propósito. Se trata de abrir al capital extranjero la exploración, explotación, refinación y transportación de los hidrocarburos y de trasladar al extranjero decisiones vitales para el país. Como afirmamos en nuestra convocatoria a la manifestación del 24 de febrero: difícilmente podrían reformar la Constitución, por lo que pretenden modificar la legislación violando abiertamente los artículos 27 y 28 de aquel ordenamiento.
Todas las voces nacionalistas se han pronunciado contra el proyecto, pero algunas recomiendan que esperemos hasta que éste se formalice para movilizarnos. Cualquier acción preventiva les parece “boxeo de sombra”. Aconsejan aguardar hasta que la invasión se consume para emprender una defensa tardía. Nosotros preconizamos estrategias disuasivas y acciones contundentes, que eleven el costo de la operación al grado de hacerlos retroceder. A eso he llamado: el “descontón”.
Proponemos la “resistencia civil extrema”, que excluya la violencia y eluda la provocación. Comprende desde luego la llamada “huelga parlamentaria”, que no es sino una parálisis legislativa de carácter preventivo (“filibusterismo” la nombran los anglosajones) y que en nuestro caso sería respaldada por la movilización social. Toda la carne en el asador, dirían los clásicos.
Es menester revertir la tendencia a ocupar espacios en el Congreso con propósitos ornamentales, escalafonarios y finalmente legitimadores, inaugurada hace treinta años por el afamado padre del Director de Petróleos Mexicanos. “Lo que resiste apoya” era la divisa de quien, en confianza, se refería a los “cien pajaritos de colores” que trinarían en la Cámara, sin alterar en nada los designios del régimen.
Es la hora de convertir la mayoría social en mayoría política para detener el deslizamiento al precipicio. Cómo no recordar a Cicerón: “¿Hasta cuándo abusarás, Catalina, de nuestra paciencia? ¿Hasta dónde llegará tu afrentosa audacia? ¿Quién ignora entre nosotros los pasos que anoche y antenoche diste, la cita a que acudiste y la decisión que adoptaste?”. Como el de Roma, el pueblo de México lo sabe y tiene la última palabra.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario