Ángel Guerra Cabrera
La decisión de Fidel Castro de no postularse a presidente del Consejo de Estado de Cuba ni, por consiguiente, a comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, cargos que serán electos el 24 de febrero, confirma algo evidente que, sin embargo, no pueden ver ni comprender sus enemigos y detractores, cegados por el odio o los prejuicios de la cultura dominante. En Fidel la acción de gobierno siempre ha estado inspirada por la ética y el altruismo, y el único sentido de los cargos es la posibilidad de que brinden para desde ellos servir mejor a las causas en que cree: la emancipación de Cuba, de una América Latina unida y del tercer mundo, la dignidad y el bienestar del pueblo, la revolución y el progreso social a escala planetaria. Más aún, y dado que la amenaza es ya inminente: la lucha por salvar a la humanidad del desastre ecológico, asunto que lo desvela y ocupa desde hace más de una década y que los gobernantes de la mayoría de los países hacen como si no existiera.
Es proverbial su aversión a los formalismos y quienes conocen su historia no podían albergar dudas de que después de su enfermedad nunca habría aspirado a continuar en funciones que no se sintiera capaz de cumplir según la norma invariable de exigirse a sí mismo mucho más de lo convencionalmente posible. Pero a millones en Cuba y en el mundo, al confrontarnos con la realidad irreversible de la noticia, el martes 19 de febrero nos sumió en sentimientos encontrados. De pérdida, porque cierra simbólicamente un entrañable capítulo de nuestras vidas ligado indisolublemente a su ejemplo moral y magisterio irrepetible desde la máxima posición dirigente del país. De orgullo y admiración ante la nobleza de quien se ha preocupado por educarnos en todos los actos de su existencia, así tengan que ver con el abandono por motivos de salud de las responsabilidades a las que se entregó en cuerpo y alma durante tantos años. No, no fuimos sorprendidos como dijeron titulares y comentaristas tarifados, y la mejor y más elocuente prueba está en las espontáneas y esclarecidas declaraciones tomadas en la calle por los medios electrónicos de la isla a infinidad de cubanos, representantes del sentir de los fidelistas de todos los países.
Fidel, es preciso subrayarlo, se va de los más altos cargos que ocupaba, pero no de la revolución. Mi deseo, ha dicho, fue siempre cumplir con el deber “hasta el último aliento”. Lee vorazmente y se mantiene bien informado como acostumbra; bastan sus Reflexiones para apreciar la lucidez que conserva. Sólo ha pedido modestamente seguir combatiendo desde la trinchera que puede hacerlo mejor ahora, “un soldado de las ideas”. Lo ha hecho antes como pocos pese a su carga de actividades, pero en adelante podrá dedicarle gran parte de sus energías.
El movimiento revolucionario tiene en él acaso al más relevante de sus estrategas, ideólogos y teóricos desde la segunda mitad del siglo XX, algo que no ha sido suficientemente justipreciado dado que su contribución ha roto con la forma académica clásica, generando teoría desde su misma práctica política y volcándola principalmente en discursos. Pero de La historia me absolverá a Cien horas con Fidel se ha acumulado un rico acervo de propuestas novedosas e indispensables para la revolución en los países del tercer mundo y para enfrentar los graves problemas de la humanidad. Fidel es un genio –accidente biológico– y el único líder revolucionario que ha podido ver tomar cuerpo y remozar muchos de sus más caros sueños de transformación de la realidad. Bajo su dirección Cuba ha derrotado toda la panoplia obsesiva de intentos de 10 administraciones estadunidenses por destruir la revolución. Es una fortuna incalculable para quienes tomarán las riendas de la isla el domingo próximo poder contar con su experiencia y consejos en un momento en que pondrán en marcha cambios trascendentales a la vez que mantienen en alto la guardia frente a un adversario más peligroso que nunca, precisamente por su irreversible proceso de descomposición.
Porque, nadie lo dude, Cuba cambiará más de lo que muchos imaginan, pero perseverando en el rumbo socialista con creatividad y apego a su tradición histórica libertaria. Copiar, nos ha enseñado Fidel, no es revolucionario.
No importa el cargo, él seguirá siendo el referente moral y el guía de la Revolución cubana, pues el pueblo le ha otorgado su confianza irrestricta como a ningún otro hombre público que se recuerde.
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