Editorial
Ayer, ante una concentración masiva frente a la sede administrativa de Petróleos Mexicanos (Pemex), Andrés Manuel López Obrador reiteró su llamado a preservar el estatuto nacional de la industria petrolera y a impedir que se privatice de forma parcial o total. Asimismo, señaló a Juan Camilo Mouriño como beneficiario de contratos concedidos durante el sexenio pasado por la paraestatal, por medio de adjudicación directa, cuando él –actual secretario de Gobernación– presidía la Comisión de Energía de la Cámara de Diputados y, posteriormente, cuando fue subsecretario de Energía.
Ambos señalamientos tienen como telón de fondo la falta de transparencia con que los sucesivos gobiernos –especialmente los de Vicente Fox y Felipe Calderón– han manejado la administración de los recursos petroleros. En el caso del segundo, hasta las intenciones del grupo en el poder en torno al futuro de Pemex.
En efecto, desde el nunca esclarecido Pemexgate, como se llamó a la operación de desvío de recursos de la paraestatal hacia la campaña presidencial priísta de 2000, hasta el final del mandato foxista, el Ejecutivo federal se negó a rendir cuentas claras sobre el destino de los montos adicionales que recibió por la diferencia entre las proyecciones de las cotizaciones del crudo y los precios internacionales, significativamente más elevados que dichos cálculos. Tal opacidad justifica y alienta la percepción, compartida por numerosos ciudadanos, de una corrupción monumental durante el sexenio pasado; ése sería el contexto, por demás verosímil, en que habría tenido lugar el otorgamiento de los contratos petroleros indebidos a los que hizo referencia ayer el dirigente opositor.
Independientemente de la necesidad de documentar tales señalamientos y, en su caso, de que el Poder Legislativo y la Secretaría de la Función Pública los investiguen a fondo, se encuentran las tácticas de oscuridad y ocultamiento desplegadas hasta ahora por el calderonismo: ahí están los repetidos recursos contra las resoluciones del Instituto federal de Acceso a la Información (IFAI), los intentos sistemáticos por bloquear las investigaciones acerca del presunto enriquecimiento ilícito de los hermanos Bribiesca Sahagún, o la protección que, a decir de la ex fiscal Alicia Pérez Duarte, otorgó el procurador Eduardo Medina Mora al gobernador poblano, Mario Marín, por citar sólo unos ejemplos.
Lo que se presenta de manera inevitable como afán de ocultar se ha extendido a las verdaderas intenciones del grupo gobernante en torno a la industria petrolera. Aunque en algunas ocasiones Calderón Hinojosa niega abrigar la pretensión de transferir, parcial o totalmente, la propiedad de Pemex a manos privadas, en otras se pronuncia por “abrir” la paraestatal al capital privado. Ayer mismo, el presidente de la comisión senatorial de Energía, Francisco Labastida Ochoa –a cuya malograda campaña presidencial, hace ocho años, habrían ido a parar los fondos del Pemexgate–, acuñó una nueva floritura: inventar “algún mecanismo, que podrían ser certificados de aportación patrimonial, para que la paraestatal capte recursos provenientes del medio bursátil, lo cual no significa una privatización”, como si los títulos accionarios que se comercian en la bolsa de valores no fuesen representaciones de propiedad, generalmente privada. Ésos y otros empeños por conseguir la cuadratura del círculo, como los esquemas de participación en Pemex de inversionistas particulares “dentro del marco constitucional” –que prohíbe expresamente tal participación–, enturbian inevitablemente la disputa sobre la industria petrolera, enrarecen la vida política y acrecientan las sospechas en torno al círculo gobernante y sus aliados.
La claridad y la transparencia como normas de conducta, de expresión, de acción política y de gobierno, le harían mucho bien al país y a la administración actual. Cabe esperar que los gobernantes lo comprendan y actúen en consecuencia.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario