José Steinsleger/ I
Luego del “fuego cruzado” que en julio pasado acabó con la vida de 11 diputados cautivos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el comandante Raúl Reyes advirtió en entrevista con Telesur que mercenarios estadunidenses, ingleses e israelíes merodeaban por las selvas amazónicas con el propósito de “dar de baja” a algunos jefes de esta organización.
Profecía autocumplida. El primero de marzo, el vocero y negociador de las FARC fue asesinado por el ejército mientras pernoctaba con otros guerrilleros en un campamento montado en Sucumbíos, provincia de Ecuador lindante con Colombia. La operación contrainsurgente llamó la atención de los expertos militares.
Previsiblemente, Washington justificó y defendió la operación militar ordenada por el presidente Álvaro Uribe, su fiel y único aliado en América del Sur. No obstante, y acaso de un modo no tan invisible, quien también sintió regocijo fue el general Israel Ziv, ex comandante del regimiento de Gaza, y el de más alto rango entre los oficiales israelíes que ocupan tareas relacionadas con el entrenamiento de personal en el gobierno colombiano.
Los nexos militares entre Israel y Colombia datan del primer lustro de 1980, cuando un contingente de soldados del Batallón Colombia “… uno los peores violadores de los derechos humanos en el hemisferio occidental, recibieron entrenamiento en el desierto del Sinaí por algunos de los peores violadores de los derechos humanos en Medio Oriente”, según el investigador estadunidense Jeremy Bigwood.
Experto en utilizar la ley de Libertad de Información para liberar documentos censurados por el gobierno de Estados Unidos, Bigwood observa que el entrenamiento de los jóvenes paras colombianos no podría haberse dado sin el permiso expreso de las más altas autoridades de las fuerzas de defensa de Israel.
El caso es que en aquellos años los latifundistas y ganaderos de la región caribeña del Urabá y el Magdalena Medio (Uribe entre ellos) no estaban conformes con la “inoperancia” del ejército (leáse: “estado de derecho”) en su lucha contra las guerrillas de las FARC y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Por lo que, en 1983, un grupo de jóvenes “idealistas” de su propia clase social viajó a Israel, y no precisamente para estudiar el “socialismo agrario” del pueblo elegido.
De familia terrateniente, Carlos Castaño tenía entonces 18 años. Dieciséis meses después, henchido de “fervor patrio”, retornó a Colombia y trató de aplicar a pie juntillas lo aprendido en el curso 562 impartido por el Ejército de Defensa (sic) de Israel. Revistó en el Batallón Bombona pero, desilusionado, concluyó que el ejército no mataba “en serio”.
Junto con su hermano mayor (Fidel), Carlos organizó el escuadrón de la muerte Los Tangueros, nombre tomado de su rancho Las Tangas. En Mi confesión declara: “De hecho, el concepto de ‘autodefensa’ en armas lo copié de los israelíes”. Concepto que rápidamente se desdibujó conforme los grupos paras de distintas regiones del país amarraban sus intereses con los de las mafias políticas del narcotráfico. Cosa que inquietaba a los agentes de la agencia antidrogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés).
Gran boom editorial, el testimonio de Castaño (serie de entrevistas realizadas por el periodista español Mauricio Aranguren Molina) se explaya en las connotaciones que usualmente disocian lo “militar” de lo “paramilitar”. En Mi confesión queda claro que, en teoría, un ejército institucional se ajusta al “monopolio de la violencia” que le confiere el Estado. En cambio, los paramilitares matan con apoyo de la “mano invisible” del mercado, que regula las restricciones legales del Estado burgués.
La modalidad “paramilitar” cuenta con algunas ventajas: permite, por ejemplo, que funcionarios, políticos, intelectuales, medios de comunicación y “analistas serios” se rasguen las vestiduras hablando de los “extremos de uno y otro signo”. Pero en su testimonio, Castaño destaca las relaciones que cultivó en el curso 562 con el coronel del Ejército Alfonso Martínez Poveda y “otros hombres del Batallón Colombia”.
El asesino serial abunda en comentarios acerca de “la firmeza del sionismo… que siempre ha estado en función de defenderse, invadir y ganar territorio… De allí, vine convencido de que es posible derrotar a la guerrilla en Colombia”. Castaño murió en 2004, y la historia reciente lo recuerda como lo que fue: uno de los paramilitares más sanguinarios de Colombia.
Sin embargo, no sólo Castaño fue entrenado en Israel, sino también Salvatore Mancuso, otro “líder histórico” de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC, 1997), actualmente en prisión. A mediados del decenio de 1990, Mancuso organizó a los paramilitares de Cooperativas Convivir, financiadas por Álvaro Uribe Vélez, entonces gobernador del departamento de Antioquia.
En una entrevista con la corresponsal Margarita Martínez de la agencia de noticias Associated Press (13/2/02), el jefe paramilitar se jactó de “… no ejecutar a más de tres personas al mismo tiempo”. Actualmente Mancuso purga condena en prisión, donde cuenta con una página web para explicarle al mundo en qué consiste la “democracia occidental”.
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