Luis Linares Zapata
Con apenas dos meses al frente de la Secretaría de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, el brazo fuerte de Calderón, soporta abultado fardo de problemas que le han doblado su débil espalda. Las ambiciones del joven preferido de Los Pinos han ido más allá de sus capacidades para encauzarlas por la debida ruta de la ley y los valores éticos que tendrían que servirle de guía y marco general. Mouriño pretendió jugar el triple papel de contratista, impulsor de negocios trasnacionales y conjugarlo con el de encargado de las relaciones políticas del Ejecutivo federal con los demás poderes de la Unión. Una encomienda claramente incompatible con su defectuoso accionar. Un verdadero enredo de cometidos que lo tienen al borde del abismo. Y con él se asoma, con el pánico inherente a estos peligros y penas en la historia de la cosa pública, su mismo patrocinador.
A los contratos signados por Mouriño como apoderado de la empresa familiar, Ivancar –suficientes para designar una comisión investigadora especial y defenestrarlo–, se suman otras andanzas de mucho más calado y consecuencias. Quizá la más relevante por sus repercusiones jurídicas es el abierto tejido de una red de funcionarios, presta para sustentar sus pretensiones de poder y riquezas (reporte Índigo). El más torpe estilo Ahumada se repite y Mouriño lo imita sin escrúpulo. Otra más cuando, por iniciativa propia o por encargo de su jefe directo, se presenta como pivote de acuerdos comerciales con armadores navales gallegos, en la mismísima región de donde procede su estirpe (Faro de Vigo). El intríngulis formado de esta mafiosa manera no requiere mayores explicaciones: se presenta solo y dibuja al grupo de cómplices incrustado en la cúspide del oficialismo.
Pero Mouriño tiene y cuenta con una malla de protección mayor de la que le puede extender su amigo Calderón. Rebasa el apoyo mediático de un programa estelar de noticias (Televisa) o de las plumas y conciencias que tratan de disculparlo con sofismas varios. Va más allá del respaldo incondicional que le han ofrecido los panistas, con el niño Tarsicio al frente (Germán Martínez, que por ahora funge como su designado presidente del PAN por dedazo directo) para instalarse en la cúpula del priísmo tardío. Es aquí, en este ámbito que presume de habilidades y la experiencia suficiente donde Mouriño ha encontrado algo de paz para su atribulada alma de novel funcionario bajo brutal cuestión. Son los priístas de elite los que le han extendido esa mano convenenciera y apuntan salidas que se van gastando con las horas. Para asfixia de sí mismo y de su grupo íntimo, Mouriño ha resbalado hasta enredarse en la trampa de una alianza dañina, tanto para él como para los taimados autores. Tanto Gamboa como Beltrones, en el solícito papel de protectores áulicos, lo dejarán caer sin contemplación alguna ante lo que se avecina si su jefe superior no responde a sus mensajes y cumple lo exigido.
Pero la reacción de la prensa ante el apoyo de los coordinadores priístas ha sido implacable para con sus imágenes de conductores y políticos. El manto aventado a Mouriño, en lugar de acrecentar su celebrada capacidad de maniobra, los ha metido en un tobogán de complicidades de donde no saldrán ilesos. “Una raya más al tigre”, dirán algunos cínicos, pero no será tan fácil la tarea de salvamento. Además, muchos de sus correligionarios partidistas, que no son pocos ni desprovistos de instrumentos, se muestran irritados por tan grotesco manipuleo en espera de saldar cuentas pendientes. Tan pronto se den cuenta del daño recibido, por grandes o fructíferas que sean las prebendas ofrecidas a cambio, tratarán se neutralizar los efectos del inminente naufragio.
A pesar de las críticas a la labor de denuncia llevada a cabo por López Obrador, a quien acusan, como siempre, de varias perversidades, la lucha por evitar la privatización del sector energético sigue adelante. Por lo pronto, la batalla por la atención ciudadana ha sido ganada. Los mexicanos están atentos a lo que se fragua desde esas oficinas de negociantes sin escrúpulos y desbocada ambición. Se extiende y solidifica la idea de que la reforma energética anunciada no es más que la pretensión de un grupúsculo de mandones (nativos y del exterior) por meterle grotesca mano a las riquezas colectivas que todavía se mantienen intocadas. Desean apoderarse de la parte sustantiva de la renta petrolera y de las plantas de generación eléctrica. Desean, con furia incontinente, apropiarse también del ancho campo de las energías renovables. La mal llamada reforma energética no es más que un eufemismo a modo que inventan y difunden los negociantes coaligados en perjuicio de los tesoros de la nación. Lo que Mouriño en verdad representa es esa camada de panistas de cuño descarado que pretenden, y han logrado, incrementar sus ya desmedidas riquezas a costa de los bienes de todos. Una camada de la peor especie: ésa que combina, en secreto, la función pública con los negocios privados.
El gobierno legítimo que preside López Obrador no pretende enfocar su esfuerzo en denostar a Mouriño. Sería una tarea de lo más fácil, simple y expedita. Tampoco se opone a todo lo que el gobierno plantea y hace, como tantas veces le predican. Mucho menos desea que el país fracase y se afecte el bienestar del pueblo. Se opone, sí, a que se continúe depredando al país, que se siga abusando de la buena voluntad de los mexicanos, en especial de los que menos tienen. A eso sí que se opone, no sólo él, su gobierno y los partidos del FAP que lo respaldan, sino un creciente y cada vez más consciente grupo de ciudadanos de variada composición. Grupo humano que se cuenta por millones de activos agentes del cambio.
El programa que AMLO ha venido ofreciendo a México pretende integrar el sector energético para que sea un sólido motor de impulso al progreso. Se apuesta a crear la propia tecnología para utilizar las riquezas petroleras que aún tiene el país y cimentar así un desarrollo independiente y no salir, compulsivamente, en busca de interesado auxilio, alegando que los mexicanos no pueden solos. Se propone que el sector de la energía quede tal como lo mandata, con envidiable precisión, la ley suprema: bajo el estricto pero amplio control del Estado. No se acepta que ésta pueda violentarse modificando leyes secundarias (tal como ya hizo Salinas con la ley del 92 del servicio público) a que tan efectos han resultado los panistas dirigidos por los beneficiarios de siempre.
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