Raúl Zibechi
El primero de julio, la armada de Estados Unidos reactivará la Cuarta Flota, con la intención de “combatir el terrorismo”, las “actividades ilícitas” y enviar un “mensaje” a Venezuela y al resto de la región. Se trata de la primera reacción con una proyección de largo aliento por parte de Washington, luego del ataque al campamento de las FARC el pasado primero de marzo, que hizo temblar el tablero regional y puso en evidencia la debilidad de la superpotencia y el aislamiento de sus aliados en la región.
El comunicado del Pentágono, emitido el 25 de abril, argumenta que la reactivación de la Cuarta Flota –creada en 1943 para enfrentar la amenaza de los submarinos nazis en el Caribe y Sudamérica y disuelta en 1950– servirá para “demostrar el compromiso de Estados Unidos con sus socios regionales”. La flota estará comandada por el contralmirante Joseph Kernan, actual jefe del Comando de Tácticas Especiales de Guerra Naval, tendrá su base en Mayport, Florida, y dependerá del Comando Sur con sede en Miami. Once buques, entre ellos un portaviones y un submarino nuclear, conformarán el núcleo inicial de la flota.
La decisión del Pentágono se produce en un momento de particular tensión en Sudamérica y de extrema volatilidad en los mercados de commodities. No debe olvidarse que un tercio de las importaciones de petróleo de Estados Unidos provienen de Venezuela, México y Ecuador, lo que convierte a la región en un espacio estratégico para mantener la supremacía económica y militar del principal país del planeta. En segundo lugar, el imperio viene cosechando una seguidilla de derrotas en la región: el triunfo de Fernando Lugo en Paraguay, la inminente creación del Consejo Sudamericano de Defensa a instancias de Brasil y Venezuela, el afianzamiento del proceso liderado por Rafael Correa en Ecuador, que supone reveses para las multinacionales petroleras y mineras, y la consolidación de la independencia económica de países como Brasil, que apuntan a reforzar un Mercosur cada vez menos dependiente de las economías del primer mundo, entre los más relevantes.
A todo ello deben sumarse, en tercer lugar, las fuertes tendencias hacia la inestabilidad en la región, como enseñan las recientes revueltas en Haití, la potente disputa por la hegemonía en Bolivia y la ofensiva de sectores del gran empresariado contra el gobierno de Cristina Fernández en Argentina. Ante este panorama, en el cual la inestabilidad tiende a agudizarse ante la feroz especulación del capital que está provocando alzas espectaculares de los precios de los alimentos, la reactivación de la Cuarta Flota representa una apuesta a un tipo de intervencionismo de carácter aeronaval y no terrestre, como reconoce el analista conservador argentino Rosendo Fraga (“La Cuarta Flota y los submarinos de Chávez”, 28 de abril, en Nueva Mayoría).
En efecto, al estar empantanado en Irak y Afganistán, el Pentágono no dispone de fuerzas terrestres para “distraer” en otros teatros de operaciones. De ahí la apuesta por fortalecerse a través de medios aéreos y navales para controlar una región que cada vez le resulta menos amable. Pero el despliegue de la Cuarta Flota no es sólo una advertencia sino sobre todo una amenaza. Aunque Hugo Chávez manifestó que “el viejo imperio ya no asusta”, algo cierto en el escenario general, en lo concreto Washington sigue siendo capaz de fabricar crisis como lo está demostrando estos días en Bolivia. En el país andino se está escenificando una estrategia largamente planificada, que pretende aprender de los “errores” cometidos en Venezuela, donde el fracaso del golpe de Estado de abril de 2002 estuvo en la base de la radicalización del proceso.
En Bolivia, por el contrario, se implementa una estrategia menos estridente pero tan destructiva como el golpismo, con base en una demanda autonómica que en realidad forma parte del proyecto estratégico de Evo Morales pero que es utilizada con fines opuestos: en vez de empoderar a los movimientos sociales y a la sociedad civil, busca blindar los intereses de la oligarquía cruceña y frenar el proceso de cambios iniciado por el gobierno de La Paz. El resultado, aun en el mejor de los escenarios, es la fabricación de un proceso que puede arrastrar al gobierno de Evo hacia una crisis de Estado, que fuerce a negociar a la baja el programa de cambios o provoque la dimisión para evitar una guerra o la división del país.
En este punto vale la pena tener en consideración las reflexiones del geógrafo estadunidense David Harvey, quien sostiene que el neoliberalismo se caracteriza por lo que denomina como “acumulación por desposesión”, o sea por la apropiación de bienes comunes, empresas y hasta estados. En un reciente artículo (“El neoliberalismo como destrucción creativa”), Harvey sostiene que para “restaurar el poder de clase” –amenazado por las rebeliones a partir de los años 60– se fabrican crisis para poder imponer el recetario neoliberal. Esas crisis pueden asumir formas muy diversas: el golpe de Estado, como en Chile en 1973; la invasión, como en Irak; o la amenaza de bancarrota, como se hizo con la ciudad de Nueva York en 1975 para derrotar a los sindicatos municipales.
Lo cierto es que la acumulación por desposesión no puede hacerse sin violencia, material o simbólica, o ambas, en un proceso totalmente antidemocrático de imposición vertical de un modelo de sociedad. Ya no se trata sólo de defender los privilegios de una clase social, como sucedió en los 60 y 70 por medio de golpes de Estado en toda la región. Digamos que aquella era una táctica “defensiva” de los de arriba para mantener sus privilegios. Ahora las cosas son enteramente diferentes: se busca remodelar el mapa de la región, y del mundo, a favor de las multinacionales y del imperio, desplazando poblaciones enteras donde hay riquezas naturales o allí donde el capital busca tierras para producir commodities mediante monocultivos. Y, para ello, barrer con corrupción, o a la fuerza, a los gobernantes molestos. La Cuarta Flota es una pieza más de ese engranaje.
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