Bitácora Republicana
Porfirio Muñoz Ledo
Entre los escombros de la Reforma del Estado surgen columnas rotas o simple cascajo conceptual que algunos legisladores serviciales recogen para moldear deplorables adefesios constitucionales. Es el caso de la iniciativa, ya aprobada en la Cámara de Diputados, para eximir al Jefe del Ejecutivo de su asistencia a la apertura de sesiones del Congreso.
En opinión de muchos expertos, la clave de bóveda de la nueva arquitectura institucional del país era precisamente el cambio de régimen político. Precedidas de arduos debates políticos, estudios académicos y análisis comparados, llegaron a la mesa de la CENCA propuestas de todos los partidos en torno a tres variables: adopción de un sistema parlamentario, de un régimen semipresidencial o de un gobierno de gabinete.
Sólo el PAN propuso el fortalecimiento del sistema presidencial, que por vías oblicuas ha buscado con la complicidad de ciertos despistados o mediante concertacesiones legislativas. Ocurre, sin embargo, que la reforma de marras es contraria a las propuestas formales de los partidos y de los especialistas convocados, que pretendían relaciones estables, equilibradas y transparentes entres los poderes tanto como el establecimiento de un verdadero sistema de responsabilidades políticas.
La presencia de la cabeza del Estado en el inicio de los períodos parlamentarios proviene de los orígenes del constitucionalismo. Es la señal inequívoca del respeto que el Ejecutivo debe a los representantes populares y el vínculo ostensible entre dos poderes de un estado nacional o de una entidad federativa. Así está consagrado tanto en las monarquías constitucionales como en los regímenes republicanos, cualquiera que sea su forma de organización.
La Constitución de Cádiz, vigente dos veces en la Nueva España, estipulaba: “el Rey asistirá por sí mismo a la apertura de las Cortes” y añadía: “hará un discurso en el que propondrá a las Cortes lo que crea conveniente”. Sólo lo exceptuaba de esa obligación si “tuviere impedimento”, pero preveía que en ese supuesto “lo haría el presidente, sin que por ningún motivo pueda diferirse para otro”. Evitaba así que el monarca entorpeciera el funcionamiento de la asamblea.
En la Constitución de 1824 se mantuvo esa comparecencia en la persona del Presidente de la Federación, quien “pronunciará un discurso análogo a este acto tan importante”; aunque no lo eximía de esos deberes en ninguna circunstancia. La Constitución de 1857 ratificó el precepto y reiteró la obligación de pronunciar un mensaje “en que manifieste el estado que guarda el país”. Fórmula que corresponde a la de casi todos los sistemas democráticos y que en Norteamérica es llamado “State of the Union Address”.
Como resultado del debate implícito con los resolutivos de la Soberana Convención Revolucionaria, el constituyente de 1917 adoptó algunos rasgos de los regímenes parlamentarios. Entre ellos, la introducción del “informe por escrito sobre el estado general que guarde la administración pública del país”, adicional a su obligación de asistir a la apertura de sesiones del Congreso.
Ocurre de esa suerte el “desdoblamiento” de la institución presidencial en un mismo acto, al que acude como Jefe de Estado y rinde un informe como Jefe de Gobierno. De ahí que haya sugerido en 1972 que asistiera en dos ocasiones: la primera -ceremonial- con un discurso político y la segunda para debatir con el Congreso el informe de gobierno que le hubiese enviado previamente.
Semejante argumento empleé para fundamentar la interpelación que como senador, y en los más rigurosos términos parlamentarios, formulé al Ejecutivo en 1988. Nueve años más tarde, en mi respuesta como Presidente del Congreso invité al Presidente a comparecer de nuevo “para compartir con los legisladores el resultado de nuestras deliberaciones”. Sugerí después repetidamente que consagrásemos esa dualidad en la Constitución, a fin de iniciar seriamente la parlamentarización del régimen.
La reforma en curso no puede ser más hipócrita ni disparatada. Va más allá de la que el PAN había adelantado, que eximía al Ejecutivo de su primera asistencia pero lo obligaba a comparecer posteriormente para escuchar los comentarios de los legisladores y responder a ellos. Establece un modelo insólito de escisión de poderes, equivalente a la ruptura de relaciones en el universo diplomático.
Suplanta además el escenario republicano en beneficio de la dictadura mediática y de las relaciones políticas subterráneas. Convierte la rendición de cuentas en una rendición frente a Televisa y entroniza la seducción en recintos cerrados como recurso último para corromper el pluralismo. Intenta salvaguardar al Ejecutivo, por la vía constitucional, frente a las consecuencias objetivas de su ilegitimidad de origen.
Convertir la norma suprema en escudo de la impunidad obedece a la misma inspiración del “fraude constitucional” que están perpetrando a través de la reforma energética. Torturar el derecho para legitimar el poder arbitrario. Que no se extrañen por la reacción categórica de los ciudadanos.
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