Luis Hernández Navarro
La lista es larga y crece cada día. El último en ingresar a ella es Eduardo Medina-Mora Icaza, procurador general de la República. La nómina de funcionarios mexicanos que se niegan a aceptar las críticas de los organismos internacionales defensores de derechos humanos parece interminable.
El último informe de Amnistía Internacional (AI) denunció que en México “las violaciones de derechos humanos continuaron siendo generalizadas y, en algunos estados, sistemáticas”, y que la mayor parte de los responsables siguen eludiendo la justicia. Recomendó al gobierno de Felipe Calderón pedir perdón por sus fracasos en la defensa de las garantías individuales.
En lugar de reconocer las violaciones evidentes, el procurador respondió que el reporte es “aventurero” y las violaciones a las que se refiere la ONG no son una aproximación institucional, “sino conductas concretas de una persona”.
Medina Mora no está solo. Apenas en mayo de 2007, el ombudsman José Luis Soberanes ingresó en la lista al descalificar el duro informe de AI sobre México de ese año. “Creo –dijo sin el menor empacho– que es una opinión muy exagerada. En nuestro país sí tenemos problemas en materia de derechos humanos, pero no como para que se le califique de país indolente.”
Meses después, en agosto de 2007, la administración calderonista tuvo que volver a tragar sapos. En una visita a tierra mexicana, Irene Khan, secretaria general de AI, afirmó que “México aplica un doble rasero a los derechos humanos: los defiende ante la comunidad internacional, pero no garantiza su aplicación efectiva para todos los mexicanos”.
No hay novedad en este forcejeo entre políticos en el poder y Amnistía. Cuando esta organización ganó el Premio Nobel de la Paz, en 1977, el Ejecutivo (en aquel entonces José López Portillo) no había autorizado aún el registro de su filial mexicana.
El pleito, el ninguneo y la descalificación del gobierno mexicano hacia AI ha tenido momentos estelares. En febrero de 1997, en respuesta a las críticas que Amnistía hizo a su gobierno, Ernesto Zedillo declaró a la prensa: “algunos organismos no gubernamentales a nivel internacional esconden intereses mezquinos tras la defensa de los derechos humanos y se convierten en instrumentos de intervencionismo sofisticado en países del tercer mundo”.
El choque venía de atrás. Molesto por los señalamientos del organismo internacional, el presidente mexicano canceló en el último momento la cita que había acordado con Pierre Sané, entonces secretario general de AI, e informó –de manera mentirosa– que el funcionario de la ONG había sido notificado con anterioridad de la suspensión del encuentro.
Los primeros informes de AI sobre nuestro país fueron elaborados en 1986. Uno se llamó México, los derechos humanos en zonas rurales: intercambio de documentos con el gobierno mexicano sobre violaciones de los derechos humanos en Oaxaca y Chiapas; el otro fue titulado: Preocupaciones de Amnistía Internacional sobre México. Era entonces presidente Miguel de la Madrid. Los reportes tuvieron muchas dificultades para su divulgación y, por supuesto, merecieron, al igual que sucede ahora, la condena de la mayoría de los periodistas que se ocuparon del asunto. Sin embargo, la pertinencia y veracidad de los documentos quedaría plenamente documentada a raíz del levantamiento zapatista de enero de 1994.
Vendrían después otros informes de Amnistía. En 1991 dio a conocer Mexico: Torture with Impunity. Estos trabajos pioneros, junto con el reporte de America’s Watch, Human Rights in Mexico: A Policy of Impunity, y el ensayo de Miguel Concha: Las violaciones a los derechos humanos individuales en México: 1971-1986, publicado en el libro coordinado por Pablo González Casanova y Jorge Cadena Roa, Primer informe sobre la democracia: México, 1988, son una dramática radiografía del grado de deterioro que guarda el respeto a las garantías individuales en el país.
La comparación de esa radiografía con la que efectúa hoy día una diversidad de organismos muestra una dramática y sorprendente continuidad de los males que aquejan en este terreno a la sociedad mexicana. A pesar de la alternancia y la lucha social, sobreviven los rasgos autoritarios del Estado mexicano, se mantiene la criminalización de la protesta social y persiste la falta de castigo.
En 1964 se publicó en México la versión castellana de Los hijos de Sánchez, el célebre estudio antropológico de Oscar Lewis que narra la vida y milagros de una familia pobre de la ciudad de México. El libro fue un éxito editorial, pero provocó un escándalo mayúsculo. En un acto de patrioterismo ramplón, la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (SMGE) acusó al autor, y al editor de la obra, Armando Orfila, de los delitos de disolución social, ultraje a la moral pública y las buenas costumbres, y difamación a la figura presidencial. Finalmente la denuncia no prosperó, pero Orfila fue cesado de la dirección del Fondo de Cultura Económica.
La reacción del gobierno de Felipe Calderón a los informes de Amnistía Internacional y de otras ONG sobre la situación de los derechos humanos en México recuerda la de la SMGE ante Los hijos de Sánchez. Sólo que ahora no se trata únicamente de una versión trasnochada de nacionalismo, sino de la pretensión de ocultar la grave impunidad. Habría que preguntar a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación si están dispuestos a pagar el costo de semejante barbaridad.
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