Pedro Miguel
“Ustedes libran una batalla por toda la sociedad y no se trata, como pretenden algunos, de alguna guerra en algún continente lejano; es una guerra que estamos librando en nuestro propio territorio, el enemigo está en nuestras propias calles”, dijo Felipe Calderón al dirigirse a los marinos mexicanos en su día (primero de junio). Lo recalcó: “Su frente fundamental en esta guerra está en el nivel local”, para regañar en forma oblicua a “los gobiernos municipales y estatales”, los cuales no deben declinar “en su obligación de garantizar la seguridad en sus comunidades”. Comparó la delincuencia con los invasores gringos y franceses del siglo antepasado, y remató con una arenga “como comandante”: “perseverar en el ataque hasta alcanzar la victoria”.
El que ejerce la Presidencia como haiga sido debería ser más cuidadoso en el uso de la palabra guerra, porque ésta, aunque él no lo sepa, tiene connotaciones legales asentadas, por ejemplo, en varios pasajes de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos: el artículo 16 señala que “en tiempo de guerra los militares podrán exigir alojamiento, bagajes, alimentos y otras prestaciones en los términos que establezca la ley marcial correspondiente”; el 73 indica que corresponde al Congreso la facultad “para declarar la guerra, en vista de los datos que le presente el Ejecutivo” y éste, según el 89, puede ejercer también esa atribución “previa ley del Congreso de la Unión”; el 123, por su parte, estipula que las huelgas de los trabajadores gubernamentales podrán ser consideradas ilícitas en caso de guerra.
Pero como el calderonato no ha enviado al Legislativo ninguna propuesta de ley marcial ni ha invocado “los casos de invasión, perturbación grave de la paz pública o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto” estipulados en el artículo 29 de la Carta Magna, debe inferirse que no estamos, formal ni legalmente, en guerra, y que los dichos del gobernante son metafóricos: juegos de palabras de esos que a Calderón no se le dan muy bien que digamos y juegos de atribuciones que le salen aún peor. Podrá excusarse el tropo “guerra contra el paludismo”, pero en el contexto en que se empleó el domingo, la metáfora es sangrienta: menuda gracia causará a los marinos –y a los militares en general– que su jefe máximo ande jugando a la guerra a expensas de las vidas de los efectivos castrenses y policiales involucrados en una lucha contra las drogas que carece de claridad, objetivos, tácticas y estrategia.
En año y medio la carnicería ha causado en México más muertos que el total de bajas fatales sufridas por los invasores estadunidenses en cinco años de ocupación de Irak. Pero si esto es guerra, se trata de una guerra civil, por cuanto la inmensa mayoría de los delincuentes considerados “el enemigo” no son, hasta donde se sabe, invasores extranjeros, sino ciudadanos mexicanos. Y por cierto: ¿dónde empieza y dónde acaba la caracterización de “enemigo”? ¿Serán parte de ella los campesinos que siembran mota para no morirse de hambre? ¿Ha de considerarse agentes enemigos a los antecesores del propio Calderón que –según él– permitieron, con su “tolerancia, indolencia” o “franca complicidad”, la “expansión de la criminalidad”? ¿Se refiere a Fox, a Zedillo, a Salinas? Y si es así, ¿por qué no los denuncia?
Otra: ¿Se le habrá ocurrido al orador que con su manoseo de los términos abre una rendija para que las organizaciones delictivas sean reconocidas como fuerzas beligerantes?
Se han escrito millones de páginas sobre la importancia de las actividades lúdicas en la vida de los niños e incluso en la de los adultos. Pero eso no da pie para ponerse un traje militar sobrado y usar la Presidencia para jugar a la guerra ni para que un gobernante crea que es posible erradicar, así nomás, a balazos, los problemas –complicados, multifacéticos, internacionales, con ramificaciones políticas, institucionales, económicas y hasta culturales– del narcotráfico y de la delincuencia organizada.
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