Pedro Miguel
Una variación de medio punto porcentual en las tasas de interés puede marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso de una empresa, entre la realización personal y el desempleo de sus trabajadores, entre que los hijos de éstos puedan ir a la universidad, o no, entre vidas plenas y existencias marginadas. Tal vez los conglomerados ideológicos, políticos y empresariales que dominan los centros de poder del mundo y que impusieron a sangre, fuego y podre –de Pinochet a Thatcher, de Menem a Salinas, de Bush a Calderón– el libertinaje comercial y financiero que hoy nos rige, no se hayan propuesto meter mano en la teología, pero causaron en ella un impacto indudable: los vaivenes del mercado han tomado el sitio de la voluntad divina o, si prefieren, Dios tiene una mano invisible.
El detalle cobra relevancia en las grandes escalas, y algo semejante ocurre con los matices ideológicos de los gobernantes cuando está en juego la mayor concentración de poder político, diplomático, militar y paramilitar de la historia. Es lugar común en algunas izquierdas que los candidatos demócratas y republicanos a la presidencia de Estados Unidos “son lo mismo”, pero no: no fue lo mismo Bill Clinton derramando su semen sobre el vestido azul de Monica Lewinsky que George W. Bush volcando la ambición homicida de la mafia sobre poblaciones civiles indefensas. Unos cuantos votos mal contados en Florida bastaron para que el saxofonista de Arkansas fuera sucedido no por Al Gore, quien por lo menos ha leído un poco y sabe dónde queda Asia, sino por el junior petrolero que soñaba con terminar los negocios bélicos que su papá había dejado pendientes. Como consecuencia, muchos centenares de miles de personas han fallecido en forma prematura. Hay coyunturas críticas en las que vale la pena jugarse el todo por el todo. La elección de 2000 fue una de ellas y los demócratas estadunidenses no quisieron hacerlo.
Este año hay otra. La candidatura de Obama representa la posibilidad de que la política interna y externa de Estados Unidos experimente un retorno mínimo a la sensatez y al aprecio por la vida humana. Desde luego, el hombre de Illinois no es, ni pretende ser, un revolucionario, sino un moderado, dispuesto a rescatar algunos de los valores básicos de la democracia formal estadunidense que han sido hechos de lado por el régimen de Bush; un neoliberal vergonzante, si gustan, consciente de la necesidad de endulzar el salvajismo del mercado con un poco de programas sociales; un imperialista modesto, digamos, con cierta disposición a ensayar métodos de control sobre otras naciones que no sean los tanques Abrams y los barcos y aviones y campos de tortura de secuestrados.
John McCain, por su parte, lleva un tanque Abrams interconstruido en su estructura mental y su oferta política es, en esencia, la misma que la de Bush, acaso con un poco menos de corrupción y un poco más de elegancia. De resultar electo, es muy posible que el mundo viviera otros cuatro años –ya van casi ocho– de violencia militar indiscriminada, de extremada insensibilidad imperial y de predominio absoluto de los capitales por sobre las personas.
El matiz que separa a ambos se ha vuelto cada vez más tenue, sobre todo por la desafortunada idea de Obama de ir a buscar los votos del centro político, para lo cual reprimió su audacia y su frescura. Con ello, lejos de ganar sufragios de los indecisos, generó el desencanto de quienes consideran impostergable un viraje significativo en el manejo del poder (cada vez menos) público estadunidense. Ojalá que de aquí a noviembre recupere su perfil propio. Estados Unidos merece una dignificación de la Presidencia y el resto del mundo merece un respiro.
martes, julio 15, 2008
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