Crónica especial para La Jornada
Baldemar Velázquez*/ II
La noche del 28 de julio sobrevino una tormenta con truenos y relámpagos que convirtieron la noche en día. Dormía en mi rincón, junto a una ventana; un chorro de luz me despertó y tuve que cerrar la ventana hasta que dejó de llover. Refrescó la tarde y fue más fácil dormir. La falta de sueño no me ayudó este día. Fue uno de los mayores retos que recuerdo haber pasado.
Nos despertamos a las 6 de la mañana, y con gran ajetreo nos vestimos y preparamos para el día. Abordamos tres vehículos; El Caballo me condujo a una camioneta desvencijada. A eso de las 7 llegamos a la casa del granjero para recoger los contenedores de agua y los llenamos de hielo y agua. Los hombres me consiguieron unas botas de hule y un rollo de bolsas de plástico para hacerme un poncho. Todos tenían un guardarropa parecido, excepto El Caballo, que dejó sus botas a la intemperie y descubrió que estaban mojadas. Llevaba zapatos tenis.
El corto trayecto al primer campo fue por una vereda serpenteante que arranca del camino rural pavimentado como las que caracterizan muchos campos de Carolina del Norte, desolada y apropiado para el propósito de quedar oculto a la vista y a la atención del público.
Los surcos eran largos y estaban anegados. Les eché una mirada como las que lanzaba en mi juventud a cada nuevo cultivo al que me enfrentaba, ya fuera de algodón, jitomate, pepino, papa, cereza, fresa, mora, frambuesa, durazno, naranja, uva, etcétera.
El trabajo consiste en arrancar la flor de la punta y separar los tallos de la hoja. Los tallos parecen brotes de lechuga romana que se convierten en flores si no se arrancan. El Caballo y otros a los que llaman Panza y El Niño (por su cara infantil), así como uno al que le dicen Rudy, fueron mis instructores de hoy. Me dieron una breve capacitación sobre la ergonomía apropiada al arrancar la flor con toda la mano, porque notaron que comencé usando el pulgar y el índice. Me dijeron que lo lamentaría después, cuando me ardieran los dedos. Se pasaron el día cantando, bromeando y platicando tonterías. Me hicieron un montón de preguntas sobre el sindicato, pero yo desviaba la charla hacia sus familias y sus tragedias personales. El Niño se divorció el año pasado. Sigue siendo un padre leal que mantiene a sus hijos de 17, 16, 12 y 4 años. Está decidido a que sus hijos estudien y no se queden en trabajos mal pagados en México. Siente que estar tanto tiempo en Estados Unidos no fue bueno para su matrimonio, pero la falta de empleos en su patria lo orilló a entrar al programa H2A de trabajadores huéspedes. Panza, por otro lado, está orgulloso de su hija, que se recibirá de abogada, y tiene que reunir 2 mil 500 dólares para los gastos de la graduación.
Con las conversaciones, el tiempo se me pasó volando. Si no fuera por el plástico, estaría empapado por el rocío matutino. Lo malo empezó a las 10:30. No me había dado cuenta de que los otros tenían el poncho empapado; estaba muy ocupado aprendiendo a distinguir los tallos de las hojas y tratando de mantenerse al parejo de los demás. Comencé a sentir mucho calor, como en un horno, y un poco enfermo. Pensé en esperar hasta llegar al final del surco, donde estaban los vehículos estacionados, para quitarme el plástico. Cambié de opinión; me lo quité, lo metí en el cinto y en cosa de minutos volví a la vida.
Trabajamos hasta el mediodía, cuando apareció el granjero con comida. Traía paquetes de almuerzo con distintas opciones. Como fui de los últimos en llegar con él luego de lavarme las manos, me tocó uno de los últimos paquetes, con trozos de pollo y papas fritas. Los devoré y me los bajé con té sin azúcar. Unos 30 minutos después estábamos de vuelta en el campo. Sentí que volví a nacer; la comida y la pausa me devolvieron el ánimo. A eso de las 3 de la tarde terminamos en esa parcela y nos fuimos a otra. La pausa para el traslado nos vino bien porque el calor nos agobiaba. No sé qué temperatura había, pero probablemente pasaba de 30 grados.
Llegamos al otro campo a eso de las 5; me pegué a una pared de ladrillo porque el calor era insoportable y sentía un poco de náusea. Cuando estábamos terminando lo que creíamos que era el último surco del día, me dirigí tambaleante al baño. Cuando llegaron los demás y comenzaron a lavarse llegó el granjero y nos dijo que faltaba otra ronda. Luego de cuatro vasos de agua y un poco de Pepsi helada, que traté de evitar todo el día porque las bebidas gaseosas deshidratan, pensé que necesitaba un poco de azúcar para revivir. Volvimos al trabajo y el granjero se nos unió. El Niño manejaba el tractor antes de esta última ronda y me vio salir del campo. Compasivo, me dijo que tomara el surco al lado del suyo y que me ayudaría a emparejarme si me rezagaba. Para mi sorpresa, el agua, el azúcar y el breve descanso me dieron el segundo aire que había esperado todo el día.
Terminamos a eso de las 6:30 y regresamos despacio al campo. Después de un rato, El Niño y otro al que apodan Chemo tenían que ir a la tienda del pueblo. Les pedí acompañarlos porque no había comprado víveres y quería tener algo para compartirlo con los hombres y no quitarles lo suyo. Eso me dio oportunidad también de conseguir una gorra blanca, guantes y un par de pañoletas blancas para trabajar. Había traído mi gorra de los Indios de Cleveland (azul oscuro) y nada con que cubrirme el cuello, y tenía una raya roja allí por el sol. Pondría la gorra blanca y la pañoleta bajo la gorra para protegerme el cuello (lo hacía siempre cuando trabajaba en los campos). En la tienda, Chemo me pidió que lo ayudara a traducir para que pudiera enviarle dinero a su hijo en New Bern, Carolina del Norte. Le traduje y El Niño lo ayudó a llenar el formulario de Western Union para la remesa.
Todo el día estuve nervioso por la nicotina y el alquitrán. El monstruo verde, como lo conocen, es el envenenamiento por nicotina ingerida a través de la piel. Tuve suerte de encontrar guantes con abrazaderas. Se mojarán, pero al menos serán un escudo contra el alquitrán y la nicotina. Conseguí un juego de tres pares; a ver qué tal funcionan. Agarrar los brotes será problemático porque algunos son muy pequeños.
Hoy pensé en la riqueza de las tabacaleras. Hace un par de meses estuve en la última asamblea de accionistas, en su opulento edificio de Winston-Salem. ¿Cómo puede haber tanta desconexión entre su abundancia y riqueza y las vidas de estos hombres? Espero hablar más sobre los granjeros y sus luchas por mantener esta oportunidad para estos hombres, porque a menudo no se les toma en cuenta para conseguir una fuerza regular de trabajo. Si quisieran, las monolíticas compañías tabacaleras podrían hacer las cosas más llevaderas y seguras tanto para los trabajadores como para los granjeros. Espero que pueda hacerlas escuchar. Como de costumbre, hay un montón de opinadores, pensadores mal informados y burócratas a quienes sopesar cuando se trata de políticas públicas, pero poco saben de la faena diaria de quienes tienen que “trabajar en las trincheras”.
Por ultimo, pensé en por qué Dios creó esta planta que da origen a un producto que es tenido por villano en todas partes. La semana pasada leí en el Toledo Blade que también podría generar un producto que atacara los tumores cancerosos. Me pareció que podría ver un rayo de esperanza para esta planta en la naturaleza redentora de Dios. Tampoco puedo apartar la mente de los nobles esfuerzos de los hombres y mujeres que cultivan la planta y la cosechan para criar a sus familias. Mi más profundo respeto para ellos.
* Presidente del FLOC (Farm Labor Organizing Committee, Comité Organizador del Trabajo Campesino)
Traducción: Jorge Anaya
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