El truco del proceso “mal hecho” dejó libres a los asesinos de Acteal
Héctor Gómora
Rebelion
Una de las tácticas recurrentes de un sistema autoritario bien aceitado es poner una capa de legalidad a sus acciones, incluso a aquéllas particularmente infames. Esto se hace para esgrimir un argumento irrefutable: sí, un argumento al cual no se le pueda objetar nada. De eso a validar la acción gubernamental hay sólo un paso corto y sencillo.
La forma de escapar de tales maniobras es cuidarnos bien de no caer en las falsas discusiones que el sistema nos tiende, como verdaderas trampas, a través de sus élites políticas, los medios y por supuesto, los intelectuales de conciencia comprada. Entre todos delimitan un ámbito en el cual la discusión debe centrarse. Huelga decir que ese ámbito no es el adecuado para llegar a conclusiones correctas, porque la idea es desorientarnos.
Así, volvernos unos expertos en los temas de debate que el sistema introduce nos convierte, realmente, en sus servidores involuntarios. Reproducimos la táctica del sistema y con eso le ayudamos. Las mejores estrategias son aquéllas donde se logra que el adversario trabaje para nosotros, al tiempo que cree lo contrario.
Un buen ejemplo actual de esta maniobra es la excarcelación de los indígenas que, como paramilitares organizados y entrenados por el ejército mexicano, efectuaron el 22 de diciembre de 1997 la Masacre de Acteal, municipio de Chenalhó, Chiapas. Ese día una comunidad de indígenas tzotziles, que formaba parte de las bases de apoyo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, fue atacada mientras realizaba un acto religioso. 45 indígenas fueron bestialmente asesinados, incluyendo hombres, mujeres y niños.
En su momento, un grupo de indígenas, señalados por testigos como participantes en la matanza, fueron sometidos a proceso, acusados por los delitos de lesiones, homicidio calificado y portación de armas de uso exclusivo del Ejército. Purgaban condenas de 25 a 40 años de prisión.
Sin embargo se dio una apelación, basada en que la Procuraduría General de la República (PGR) armó incorrectamente los casos y se cometieron irregularidades que conculcaron el derecho de los acusados al debido proceso, y que por ello las sentencias deberían ser anuladas.
El asunto llegó hasta la Suprema Corte de Justicia (vaya empuje) y el 13 de agosto ésta falló admitiendo las irregularidades y otorgando el amparo a 26 acusados, 20 de los cuales recobrarán su libertad y los otros 6 serían sometidos a un nuevo juicio. Además, en días posteriores podría otorgarse un amparo similar a otros 30 acusados o más.
Bien, ¿cuál es la almendra del asunto? Que hay razones para suponer que todo ello fue intencional. Que no fue ineptitud por parte de las autoridades judiciales, sino una maniobra para armar procedimientos impugnables.
Entre las irregularidades cometidas durante los procesos están que los interrogatorios a los acusados y algunos testigos de cargo se realizaron sin la presencia de un traductor que hablara la lengua indígena del compareciente. Llama la atención el que se cometieran irregularidades tan obvias, tan descaradas, que en cualquier revisión del caso de inmediato serían esgrimidas.
Como siempre, los medios impusieron la discusión, cerrándola a un tema: el justo proceso. Nos lanzan una pregunta: ¿acaso no merecemos todos, seamos asesinos o no, un proceso apegado a derecho? Se trata de una verdad obvia sobre la cual nada se puede refutar. Y los intelectuales domesticados se dedican a lanzar sesudos análisis limitados al tema impuesto. El infaltable Héctor Aguilar Camín –uno de los intelectuales de los que el poder suele echar mano cuando de Chiapas se trata- se ha dedicado a mostrar con mucho detalle los recovecos de la gran “injusticia” cometida contra los encarcelados. De esta forma se dibuja ante la opinión pública un cuadro con un tema único y sobre el cual se le muestran hechos irrefutables. La conclusión a la que lega la gente casi de manera obligada es que se cometió una injusticia procesal. Y si se trata de mentes afines a dar saltos mentales sin precaución, se puede incluso llegar concluir de que se encarcelaron a muchos inocentes durante más de diez años.
La mesa estaba puesta y sólo faltaba quien cerrara el círculo. Así, la SCJ se lava las manos diciendo que ellos no se pronuncian sobre la culpabilidad o inocencia de los acusados, sino que sólo verifican que se cumpla la ley. De nuevo, un argumento irrefutable. Resulta pues que nadie tiene la culpa…salvo los funcionarios que armaron mal el caso. Ministros de la SCJ declararon abiertamente que si los asesinos de Acteal quedaban libres sería culpa de la PGR (La Jornada, 08 de agosto).
Desde luego, muchos de esos responsables ya no están ahí, y nadie se va a preocupar por buscarlos para fincarles responsabilidad alguna. Y como suele suceder cuando el rastro nos lleva hasta funcionarios públicos, ahí morirá todo. Los artífices directos desaparecen en el anonimato y quienes se encargaron del trabajo en primer plano –y en las primeras planas- ya tienen su argumento irrefutable para salir inmaculados. La perfecta maquinaria de impunidad. Si seguimos viéndola pieza por pieza, por separado, y no como todo un engranaje completo, seguiremos sufriendo estas decepciones.
Tanto detalle en el falso debate por parte de medios e intelectuales orgánicos tiene precisamente la finalidad de perdernos, de que no percibamos que la esencia del asunto no está ahí, sino en los referentes históricos. Muchas veces hemos visto esta maniobra de encarcelar a algunos y liberarlos luego, cuando de repente “se dan cuenta” de que el proceso no estuvo bien, o el juez consideró finalmente que no se acreditó la culpabilidad.
Un ejemplo particularmente relevante en esto de los procesos sospechosamente mal llevados se dio durante el gobierno de Vicente Fox, quien prometió someter a proceso a los asesinos de la Guerra Sucia de los setentas, como el ex-presidente Luis Echeverría. Incluso creó una Fiscalía para Delitos del Pasado. Este órgano centró sus acusaciones en el delito de genocidio, desoyendo voces públicas que le decían que ello no prosperaría, porque la represión de gente por ideas políticas no tan fácilmente sería entendida por los jueces como la exterminación de un grupo social específico (que es a lo que se refiere el cargo de genocidio). Y así fue. La “interpretabilidad” del asunto dio a los jueces una salida para echar por tierra toda la acusación. Desde luego, el gobierno foxista, como ahora la SCJ, se lavó las manos diciendo que ellos habían cumplido su promesa de abrir un proceso judicial contra los asesinos y que la decisión del juez escapaba de sus manos. Como tantas otras cosas, ahí acabó todo.
Agreguen a esos casos nombres como Aguas Blancas, El Bosque, Wolonchán, y otros. Desde luego, en caso de que haya habido algún detenido, porque varios de estos casos de agravios se fueron en blanco.
Quienes trabajan como sicarios de un sistema político reciben muchas compensaciones, pero también saben que, dependiendo de las circunstancias, quizá algunos de ellos deban “aventarse” cierto tiempo tras las rejas. Es parte del trato.
Y no sólo se usa esta maniobra en casos de masacres, sino también con ex-funcionarios, políticos corruptos y ricachones ligados a ellos. Pensemos en Cabal Peniche, Prevoisin, Ahumada, Clariond, Lankenau, y mejor ahí le dejamos.
Contrástese todo lo anterior con los innumerables casos de luchadores sociales sometidos a procesos igualmente plagados de irregularidades, pero que nunca son consideradas tales por los jueces, a pesar de que los dignísimos abogados defensores se pasan todo el proceso señalándolos: indígenas también juzgados sin intérpretes, pruebas no contundentes, irregularidades en el procedimiento, en fin. Cuando no se trata de aliados del sistema, esas cosas no importan. De nuevo, ejemplos sobran: las decenas de estudiantes juzgados tras romper la huelga universitaria de 1999-2000, los campesinos ecologistas encarcelados en Guerrero, los vascos residentes en México que fueron deportados a España sumariamente durante los gobiernos de Zedillo y Fox (y un caso al parecer ya en el sexenio del ilegítimo que actualmente cobra como presidente de México), los habitantes de San Salvador Atenco, los maestros de Oaxaca… y de nuevo, muchos etcéteras; casos que por supuesto jamás merecerán la gallarda defensa de Aguilar Camín.
Armar mal los procesos intencionalmente significa que el sistema sabe proteger a sus cómplices y miembros y que buena parte de la opinión pública no sabe sacudirse la trampa discursiva que medios e intelectuales le tienden. Es del todo respetable el deseo de justicia de aquellos miembros de nuestra sociedad que la demandan ante las instituciones…pero lo hacen sin reflexionar en que tales instituciones están en manos del mismo sistema que mandó a los asesinos.
Por ello es necesario –vale insistir- entender todo esto como la manifestación de un sistema bien organizado, no como “ineptitudes” aisladas de gente que en realidad es muy aguda. Seguirlos considerando ineptos es caer en su trampa y mostrar dónde está realmente la ineptitud.
Hace más de dos mil años Plauto lo dijo con toda claridad:
…y es que no es decente pedir cosas injustas a personas justas; pero el pedir cosas justas a gente injusta es una necedad, que los que son injustos ni quieren saber nada del derecho ni se atienen al mismo.
Fuera de las trampas de los injustos y sus armadores de polémicas está el camino hacia la verdadera justicia. Hay que descubrirlo y aprender juntos a recorrerlo.
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