José María Pérez Gay /II y ultima
Evan Michael Knappenberger (a la izquierda), veterano de Irak, y el ex marine Adam Kokesh, instalaron ayer en Washington lo que simula ser una torre de vigilancia para protestar contra la guerra y las políticas de reclutamiento Foto: Ap
¿En qué momento se norteamericanizó la modernidad? Quizá fue a partir de la década de 1930, cuando el cine estadunidense a través de su industria se volvió un arte y un espectáculo universal. La imagen y el movimiento son simultáneos: ésta es la novedad del cine. Su grandeza, pero también su servidumbre. La tradición plástica, aunque no sea kinética, no excluye el movimiento, sólo que éste ocurre en la imaginación. Una pintura de Velázquez o una escultura de Bernini tienen tanto movimiento como una película de Chaplin o Eisenstein y se mueven más –en todos sentidos– que Lo que el viento se llevó. Pero el movimiento de Velázquez o Bernini no coincide con la inmediatez visual, requiere que la imagen se mueva mentalmente (la pintura, dijo Leonardo, es cosa mental): es decir, la gran tradición plástica exige que le demos a la imagen el movimiento de la imaginación. Una pintura será apreciada por el movimiento que su imagen le permite a nuestra imaginación. De ahí que, para muchos, la obra de Velázquez sea la más excelente en la historia de la pintura: no hay actividad narrativa dentro del espacio pictórico tan intensa como la de Las Meninas. El cine es una experiencia vicaria, nos permite identificarnos con los héroes que quisiéramos ser, tan guapos como ellos, tan seductores, tan amados por todas las Olivia de Havilland del universo. Las escenas de nuestra primera película que nos habitó durante la niñez y adolescencia, al grado que nuestras amistades eran juzgadas por su complicidad cinematográfica, nunca se olvidarán. La creencia en el cine como una “religión laica”, el culto a las sombras, el gran ritual de las repeticiones.
¿Quién ha intentado describir el proceso civilizatorio que ha generado el cine estadunidense? Me refiero a los códigos de múltiples conductas que el cine ha desatado e impuesto en las sociedades a lo largo de 80 años, el enorme poder que ha transformado la realidad de nuestras comportamientos. “La mirada acentúa la intemporalidad –escribió Carlos Monsiváis en su ensayo sobre Greta Garbo–. La expresión, distante y levemente angustiada, se dirige hacia la cámara, su complemento irremediable, la técnica que realza la sensualidad, la garantía de permanencia de ese instante único: la luz en ese ángulo facial. En la figura conviven la fragilidad y la fuerza, el deseo y el alejamiento. Al verla en las fotos y en las películas, uno entiende con facilidad el porqué de la comparación reiterada de su imagen fílmica con las grandes obras maestras del Renacimiento y la antigüedad clásica, y por qué su fotográfo de la MGM, Clarence Sinclair Bull, creó el montaje donde la figura de la Esfinge detenta el rostro de Garbo.” “Lo que otros hombres ven en las mujeres cuando están ebrios, yo lo observo en Greta Garbo cuando estoy sobrio”, escribió el crítico inglés Kennet Tynan.
Ningún ejemplo más contundente que El nacimiento de una nación, de Griffith, primera superproducción de Estados Unidos, la industria fílmica en todo su esplendor, en la arcadia de su oficio. La historia de la familia sureña Cameron y de la norteña Stoneman, cuyos lazos de amor prevalecen a pesar de la guerra de secesión, y se consolida durante la reconstrucción del sur. Cuando uno de los Cameron crea el Ku Klux Klan, recibe apoyo de los Stoneman para enfrentarse al mulato Silas Lynch y a su milicia de afroestadunidenses que protegen a los negros en el poder y marginan a los ciudadanos de origen ario. Griffith nos revela a la perfección el lenguaje de Hollywood. La desigualdad económica tiene origen en la discriminación racial: los negros –sin análisis de su condición– son fustigados como un cáncer de Estados Unidos y los blancos defienden su herencia aria, sinónimo de supremacía. En El nacimiento de una nación ya se vislumbra por primera vez un arte consciente de sus propios medios.
El estreno, el año de 1933, del filme de Ernst Lubitch Design for living (cuyo título en español es Una mujer para dos) transformó la moral de los códigos, y puso al cine un paso más allá del lodazal de mezquindades, intrigas y corruptelas. Miriam Hopkins, Frederic March y Gary Cooper se convirtieron en los magos del screewball, de la comedia alocada, que rompió con todas las inhibiciones masivas y la moral de esos años. Design for living: adaptación de una obra de Noel Coward, ambientada en Europa, en la que una diseñadora industrial conoce en un tren a un pintor y a un dramaturgo, con quienes decide vivir y hacer el amor, siempre y cuando uno de los dos no esté presente. Pero “el acuerdo de caballeros”, que dicta a los protagonistas convivir sin tener sexo, excluye a la mujer quien, al no ser caballero, rompe el acuerdo a su antojo. El cine trajo consigo algo nuevo. ¿Quién puede trazar la línea de la norteamericanización de la modernidad que va, por ejemplo, de Luces de la ciudad de Chaplin, a Psicosis de Alfred Hitchcok, de Frankenstein de James Wahle a El resplandor de Stanley Kubrick, de Una noche en la ópera con los hermanos Marx de Sam Wood a Annie Hall de Woodie Allen? La lista sería interminable; el enigma, insondable. Sin duda, Internet simboliza hoy la norteamericanización del ciberespacio.
Aunque la retórica de sus ideólogos quiera hacernos creer que envuelve al mundo entero, quien dice globalización habla de un archipiélago próspero, alentado por el confort y el lujo, donde flotan privilegios y riqueza en medio de un inmenso océano de pobreza y miseria. Durante la guerra de Vietnam –la guerra de mi generación– nunca escuché, hasta donde recuerdo, salvo en la guerra del golfo Pérsico, que los soldados estadunidenses se suicidaran fuera del campo de batalla. Las estadísticas del ejército estadunidense muestran que en la guerra de Irak los suicidios afectan a 17.3 por ciento de cada 10 mil soldados, cuatro y medio más que en 2005 y cuatro por encima de la media nacional. El informe comprueba que uno de cada cuatro soldados que se suicidan estuvo en el frente de Irak o de Afganistán.
En el mundo se mueven hoy en día 15 millones de contenedores que representan 90 por ciento del comercio mundial, y sólo 2 por ciento puede ser controlado por las aduanas. Ese es el verdadero dilema después del 11 de septiembre, el problema más fascinante, afirma Ryszard Kapuscinski. En el desarrollo del mundo actual los componentes de un producto cualquiera se hacen en diferentes partes del planeta, y se termina armándose en otro lugar lejano y distinto. Si imponemos un control estricto a todos los contenedores, entonces la economía mundial se paralizaría.
El Occidente y el Islam: desde esta perspectiva, las tecnologías básicas en las que se erigen las formas de enfrentar la vida son las mismas en ambas civilizaciones. Civilización y técnica han llegado a ser términos sinónimos. El gran conflicto radica en que Occidente no cuenta con ofertas morales y políticas razonables para Oriente Próximo, Africa, gran parte de Asia y América Latina, donde la desigualdad social y la demografía corrompen cada vez más el carácter sagrado de la vida. La exportación de la democracia ha resultado no sólo un fracaso, sino una absurda quimera. En muchas culturas no europeas la gente tiene que buscar nuevas fuentes de sentido y nuevas formas de orden social, y la retórica occidental de los derechos humanos y de los Estados nacionales se queda muy corta a la hora de abordar los verdaderos problemas políticos. Este vacío es una de las razones por las cuales el Islam o las religiones domésticas, como el hinduismo y el animismo, logran una afluencia de fieles cada vez mayor; son energías comunitarias de una fuerza inimaginable que interpretan necesidades vitales inmediatas. Al parecer hemos olvidado un factor fundamental: el ser humano es el único animal que puede interpretar sus propias necesidades. La vida siempre se nutre de dos fuentes: la técnica vital para sobrevivir y la inspiración moral. Por esa razón, el Islam es irremplazable para millones de personas. Además, Occidente carece de un sentido del martirio: el cristianismo moderno es una religión posheróica mientras que el Islam aún es heroico. Esa es la diferencia. De los estadunidenses, subraya Kapuscinski, cabe esperar que regresen a la democracia, pero en este momento se encuentran en una peligrosísima crisis monotemática que apunta a la autodestrucción de la democracia. No debemos tampoco olvidar algo muy importante: el espacio interior del capitalismo internacional abarca cuando mucho una tercera parte de los casi 7 mil millones de habitantes del planeta y, desde una perspectiva geográfica, apenas la décima parte de la tierra firme. No debemos mencionar el mundo acuático porque todos los cruceros, trasatlánticos y traspacíficos sólo cubren una millonésima parte de los océanos.
La norteamericanización de la modernidad. El siglo XXI será el escenario de la última lucha de la moral universal. ¿Lograremos ponerle fin al invernadero del bienestar en que hemos convertido el mundo o nos habituaremos a la desigualdad descomunal que gobierna el planeta. ¿Miraremos impasibles cómo los países ricos y poderosos, gracias a los avances de la medicina y la genética, llegan a ser los propietarios del potencial antropológico mientras el resto de los individuos queda excluido del proyecto de la felicidad? La gran amenaza no es sino una plutocracia antigualitaria que pueda llevar a cabo una selección genética de los mejores ejemplares, y que establezca quiénes son los verdaderos seres humanos.
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