lunes, agosto 27, 2007

La cara fascista de la democracia liberal

Rafael Bautista S.

“Resistirán con todas sus fuerzas/ y cuando se sientan incapaces de resistir,
/ invocarán los grandes intereses extranjeros/ y apelaran de nuevo a la intervención”
Andrés Molina Enríquez

Examinar la democracia supone sacarla de su entrampe moderno-occidental (de su versión liberal, entre otras cosas); esto es, evaluarla desde sus propios postulados, desde lo que ella misma promete: libertad, igualdad, fraternidad. La democracia liberal se expande bajo estos ideales, pero lo que fácticamente produce es todo lo contrario. Nuestras republicas también son abanderadas de estos ideales y, también, como por inercia, producen lo contrario. Bolivia, como república (expresada en su constitución, también liberal), promete, del mismo modo, lo que ha de ser incapaz de producir. ¿Por qué? Cuando se estudia la democracia en términos formales, es decir, describiendo el concepto, lo que se ve es lo poco que dice lo redactado, la letra muerta. Una desconstrucción histórica puede más; porque los conceptos son históricos y condensan formas de vida que, por abstracción, se formalizan; el error de nuestros cientistas sociales consiste en adoptar conceptos como entidades acabadas y universales, que valen para todo tiempo y lugar (como si la realidad fuese plana y no cambiara, reduccionismo cientificista, y como si toda adopción fuese inocente), sin previa reflexión de la constitución histórica del concepto, es decir: qué clase de sociedad produjo tal concepto y, por tanto, qué clase de problemas justificaban esa producción. El mismo Zavaleta insistía en esto: no hay importación de un modelo de acumulación. Porque si toda realidad social es distinta entonces son distintos los modelos pertinentes a cada formación social, porque distintos son los problemas y distintas las soluciones. Y es aquello que, precisamente, nunca desarrollaron nuestros cientistas sociales, porque siempre copiaron lo que debían de producir (la academia los redujo, en el mejor de los casos, a meros comentaristas de lo que se piensa, o sea, el precio de esa educación fue el jibarismo).

Esa fue la política republicana, que educaba a sus elites para servir a otros intereses, menos los nacionales (y lo que es peor, casi nunca reclutaba a sus propios intelectuales, de modo que gastaba en la deformación de profesionales que luego abandonaba a su suerte). Porque la casta que se hizo con las repúblicas y sus constituciones nunca luchó por la independencia, de modo que esta fue sólo formal y las oligarquías no tardaron en adoptar modelos que, en última instancia, fue la importación ciega de un desarrollo que desarrollaba a los poderes mundiales y subdesarrollaba a nuestros pueblos. Porque era un modelo pensado por la modernidad occidental para desarrollarse a sí misma. Era natural, su filosofía y su ciencia tenían que pensar sus problemas y resolverlos, pero nunca pensaron, como es también natural, nuestros problemas; quienes debían haberlos pensado fueron pronto objeto de asimilación y esa fue la normalidad pedagógica: educar para justificar la dominación. Lo cual retrata muy bien el secretario de Estado del presidente gringo Woodrow Wilson, Richard Lansing: es menor gasto educar a las elites mexicanas en nuestro modo de vida que hacerles una guerra, pues ellos realizarán nuestros objetivos en su propio país y hasta de mejor modo (William Jennings Bryan, ministro de asuntos exteriores, también compartía ese parecer y es, como tantos otros, de los que delinean la política exterior norteamericana, este es un evangélico fundamentalista y la política que delinea es, en consecuencia, fundamentalista; es decir, si alguna política es fundamentalista es la gringa).

La política liberal y su democracia se fundamentan, como es lógico, en una idea del hombre: el individuo solipsista y ego-ista (el ismo declara la exageración de la nota esencial) burgués. El por qué de las consecuencias de más de cinco siglos de un nefasto patrón de desarrollo (80 % del planeta condenado a la miseria y el continuo agotamiento de la capacidad reproductiva de la tierra, agravada ahora por la apuesta por los bio-necro-combustibles) se encuentran en los fundamentos de ese proyecto de vida. Es decir, si una política se deriva de una forma de vida, entonces, por un análisis fundamentativo, lo más plausible es evaluar esa forma de vida que, en última instancia, descansa en una idea del hombre.

No es extraño que la revolución abanderada de la emancipación burguesa (aplastada primero en España, con los comuneros, lo que acaba con el destino del imperio español; triunfante después en la monarquía más débil de Europa: Inglaterra, de ese modo reorganizando esa forma de vida en torno al mercado) no sólo guillotina a la aristocracia; también ejecuta a Babeuf, el líder de la emancipación obrera, a Olympe de Goughes, la emancipación femenina, y a Toussaint Louverture, emancipación de los esclavos. Eliminando estas emancipaciones mata, en realidad, su propia emancipación, porque no es humana sino particular, y porque su precio es impagable: el sometimiento total de toda otra emancipación. La “era de la razón” amanece siendo irracional, así como la modernidad nace chorreando sangre y muerte por todos lados; porque quienes costean el desarrollo moderno-occidental son los indios y los negros, primero el Nuevo Mundo, después todo el planeta. El proyecto existencial de esta forma de vida persigue la riqueza, de modo que todo se encamina bajo ese propósito; cinco siglos después ese proyecto aparece como “natural”, así como aparece su política, su economía y, también, su democracia. Por eso la derecha afirma: lo que los indígenas quieren son mejores precios para competir; es decir, el mercado (ya normado por quienes lo detentan a nivel mundial), por un acto de su gracia, reparte la felicidad eterna (la máxima de Mandeville se hace política de Estado: “vicios privados, virtudes públicas”, pues la competencia es el modo de vida donde la solidaridad es aplastada por el interés privado, sacramentado este por la legalidad moderna), Pero cinco siglos demuestran empíricamente que este acto de fe es un mito irracional, pues al fetichizar al mercado moderno se subordinan las relaciones humanas a meras relaciones mercantiles, de modo que las mercancías deciden la vida y la muerte de la humanidad. La política expresa esta nueva sumisión y el derecho liberal moderno le otorga normatividad legal: las leyes también expresan relaciones mercantiles.

Según la óptica moderna liberal, todos perseguiríamos aquel proyecto que se impuso, a sangre y fuego, un individuo que aparece en el tardío medioevo europeo en los burgos; quien privado de tierra y de títulos honoríficos, enfrentado a una lucha brutal por la sobrevivencia, subjetivará esa forma de vida como el “estado de naturaleza”, la lucha de todos contra todos, desde la cual se impondrá siempre por la fuerza, primero en Europa, para exportar luego su modelo a todo el planeta. La imposición de este modelo supuso siempre la inclusión violenta y subordinada, primero de los campesinos europeos (como relata su misma historia: en Inglaterra la transformación del campesino en obrero fue sangrienta, como también fue el aplastamiento de las luchas rurales en Alemania, la “locura judaica” que maldecía Lutero), quienes son los primeros a “civilizar”, es decir, son los primeros “objetos a ser transformados” (la transformación del campesino en proletario consiste en despojarle de sus medios de vida para que se venda irremediablemente como fuerza de trabajo). El “sujeto” es, de ahora en adelante, el individuo burgués que se determina como ciudadano, y su proyecto lo define como universal y lo impone siempre de modo violento.

La sociología moderna (que se copia en nuestros países) formaliza este proyecto, porque de lo que trata la ciencia de la sociedad es cómo pasar del feudalismo (lo pre-moderno) a una sociedad moderna; cuando identifica a todo mundo no moderno como pre, o sea, como sociedad atrasada, asume inconscientemente el modelo europeo moderno-occidental como si fuera lo humano en sí; de ese modo niega toda cultura y todo mundo de la vida queda constituido como lo atrasado en sí. Entonces todo consiste en reorganizar (destruir en definitiva) nuestros mundos de la vida de acuerdo al patrón que se nos impone desde hace cinco siglos.

Pero la adopción de ese patrón nunca desarrolló al resto del planeta. En la lucha por la competencia siempre quedan pocos y eso supuso las dos guerras mundiales, que reorganiza el capital internacional por la acumulación y nunca por una redistribución más racional; lo cual es imposible para la lógica del capital, pues el capital actúa como un parasito cuyo único favor consiste en su propia protección. Por eso las ciencias sociales piensan el modo más idóneo de homogeneizar nuestras sociedades, de modo que nuestra incorporación al mercado mundial sea irrevocable y nuestra desaparición sea justificada hasta por nosotros (cosa que desea tanto analista y constitucionalista despistado, que fueron educados para reencauzar todo cambio a la normalidad política, es decir, cuando proponen “pactos” o “consensos” lo hacen con el fin de imponer siempre nuevas mañas para obstaculizar transformaciones posteriores). Por eso una Constituyente no-moderna suena a calamidad por intelectuales colonizados, porque fueron instruidos en el saber del dominador para justificarlo (por qué es bueno que nos dominen) en sus tierras de origen.

El proyecto moderno es, para una mentalidad colonizada, el único posible; si todo consiste en aplastar toda alternativa, la absolutización de ese proyecto se hace obvia: sólo lo moderno es humano, racional y universal en sí; de modo que todo aquello que se desprenda de un mundo de la vida no-moderno acaba siendo negado como atrasado, mítico, irracional, como lo que hay que dejar atrás. Pero haciendo esto se cancela toda posibilidad de construcción de proyecto nacional, pues todo consiste en copiar el proyecto de otros y nunca formalizar un proyecto que se derive de una propia forma de vida. El empecinamiento en la adopción de modelos ajenos nunca supuso nuestro desarrollo, pero sí supuso el enriquecimiento de una parte de la sociedad que se vinculó al capital transnacional (siempre en contra del interés nacional), siendo este sector el que siempre se amparó en la garantía de los poderes mundiales para estabilizar con la fuerza los desordenes que ocasionaba ese tipo de políticas. Por eso el modelo neoliberal supuso ganancias para un sector que es incapaz de diversificar la economía de su país porque vive dependiente de una estructura mundial que le favorece a condición de que venda su patria al mejor estilo de la traición.

Por eso aparece una confabulación continental, articulada por las embajadas gringas, para liquidar los procesos que atraviesan Bolivia, Venezuela y Ecuador principalmente. En Bolivia esta confabulación ha objetivado a su enemigo de modo preciso y persigue su aniquilación definitiva y, para ello, hurga traumas y resentimientos de modo maquiavélico. Pero es una aniquilación suicida, pues acabando con el indio acabamos con todo lo que somos. La única alternativa de una nueva Constitución más racional y acorde a nuestras necesidades, frente al desajuste político, económico y hasta ético que produjo la adopción de modelos ajenos, proviene de las naciones originarias; pero objetivado el indio como el enemigo entonces nos hacemos enemigos de nosotros mismos y toda alternativa queda diabolizada, justificando un orden de cosas que performativize de mejor modo la desigualdad y la exclusión. Si toda alternativa es objeto de persecución entonces no hay alternativa alguna. Según Popper, el que quiere el cielo consigue el infierno, ergo, nos debemos conformar con el infierno al que nos condenaron. Este es el callejón sin salida al que conduce la modernidad a toda la humanidad, es el tipo de racionalidad que nunca se responsabiliza por las consecuencias que desata; es el tipo de subjetividad que produce un Hitler, que está dispuesto a sacrificar hasta a su propio pueblo por sus ideas. Esto se llama en filosofía el paradigma de la conciencia: la imposibilidad de discusión con alguien que está absolutamente convencido de lo que cree y aunque se caiga el mundo él no está dispuesto a cambiar de opinión; es el solipsismo expresado en el autismo de las oligarquías que nos gobernaron sin jamás escuchar al pueblo (mandan sin obedecer, por eso condenan a sus pueblos), porque su única atención es su ego moderno, es decir, garantizar su vida a costa de los demás. Esto genera una idiosincrasia cultural que modela al habitante de la ciudad: el racismo provoca querer constituirse en superior siempre a costa de otros. Si las ciencias sociales son coloniales lo son por racistas, porque devaluando su mundo de la vida como lo atrasado, como lo a superar, lo que en realidad devalúan es al hombre que expresa ese mundo; es decir, el sobreviviente del saqueo y la muerte que produjo y produce la modernidad, la víctima de ese proyecto es naturalizada (racializada) como inferior, por lo tanto la violencia se justifica y hasta se desea, porque su presencia entorpecería aquel ansiado desarrollo que nunca llega. Pero su desaparición (y esto se imposibilita de ver las ciencias sociales) supone la desaparición de toda alternativa.

La racionalidad modernidad es en realidad irracional; no sólo porque su proyecto depreda la tierra y pauperiza al planeta sino también porque cancela toda alternativa y, de ese modo, se impone ciegamente sin evaluarse nunca críticamente; porque si ella misma pone los criterios para evaluarse a sí misma entonces toda crítica deviene en una mera tautología donde acaba siempre por justificarse; de ese modo degenera y los mitos que la subyacen muestran que todo aquello que la modernidad niega es lo que la sostiene. La modernidad ve a toda sociedad premoderna como mítica y califica a esta como carente de alternativas, sin embargo es ella misma la que conduce a todo el planeta a la falta de alternativas; su prejuicio jacobino consiste en aparecer como racional devaluando toda creencia en nombre de la ciencia, pero no se da cuenta que la razón moderna es ahora su religión, que no es sino la secularización de la teología medieval, matando a todo Dios en nombre de sus ídolos: el capital y el mercado; toda sociedad premoderna no garantizaría los derechos individuales, sin embargo el individualismo moderno-posmoderno es el que desestructura las relaciones humanas (y es un ismo porque el individuo y sus derechos no son invento moderno, y no nace ni siquiera en Grecia, individuo hay desde hace 5000 años, formalizado en el concepto egipcio-bantú del ka; en la tradición hebrea es Jeremías, y la consecuente tradición profética, quien inicia la problemática de la salvación personal como complemento de la salvación colectiva, lo cual se deriva consecuentemente de una ética que considera de modo eminente a la persona, no otra es la relación que establece el Señor con Adam, Noaj, Abraham, Moisés, etc., son todas relaciones que se establecen en el cara-a-cara, con personas determinadas, únicas e intransferibles); las relaciones fraternas y hasta sagradas con la tierra son calificadas como no científicas, pero la cosificación científica moderna de la tierra es la que conduce a la crisis medioambiental; califica a toda reivindicación nacional como atrasada y fundamentalista, cuando es el colonialismo moderno el causante de las divisiones artificiales, imponiendo fronteras y separando a pueblos y naciones a la fuerza; propone al Estado-nación como único modelo político, pero no dice que ese modelo siempre fue la imposición de una nación sobre otra y que, en definitiva, el modelo abstracto de ciudadano es el prototipo de la cultura moderna y esta consiste en el desprecio de la ciudad por el campo (desprecio incrementado con el racismo) y la subsunsión de toda otredad en lo mismo, es decir, convertir a todos en seres egoístas que apuestan por la sociedad (la siempre imposible concurrencia de intereses egoístas) en desmedro de la comunidad, que es lo propuesto como restauración ante el desorden actual de las relaciones humanas. El desprecio por el campo es el desprecio por el productor, lo cual se hace más evidente en los países pobres, cuando toda su economía se encamina a la exportación bruta en desmedro de la soberanía alimentaria, haciendo felices a los ricos a costa de la felicidad de los pobres. Los ricos en este mundo representan la mentalidad del vendedor, por eso el capital mercantil y dinerario se desarrolla como capital financiero y luego especulativo, subordinando siempre a los productores (sobre todo del tercer mundo) a las reglas del mercado (donde se privilegia lo que genera más ganancias, no lo que satisface las necesidades humanas), donde el precio se infla siempre y quienes costean esa inflación son productores y consumidores, es decir, es siempre, en definitiva, el pueblo el que paga los lujos de los ricos, porque es el trabajo humano el que paga con su vida las cifras crecientes de la tasa de ganancias de todos los capitales; si, como dice Marx, es el obrero el que paga hasta al policía que le tortura cuando reclama, en un ámbito mundial, son los pueblos pobres los que pagan las políticas económicas que se piensa en el centro y que asumen sus gobiernos para matarlos de hambre.

Un proceso de transformación, como el boliviano, tenía que despertar los enconos de los siempre beneficiados del saqueo. Lo cual muestra la verdadera cara de la clase de democracia que persiguen y que siempre tratan de imponer. La defensa de la democracia liberal y el Estado de derecho es, en realidad, una defensa de la desigualdad, la injusticia y la intolerancia. Cuando los gringos financiaron todos los golpes militares en América Latina (cuando ya habían asegurado su poder después de la segunda guerra mundial), el objetivo fue desbaratar todo desarrollo económico y reorganizar nuestras economías de modo subordinado a las necesidades de ellos, de modo que la vuelta a la democracia fuera sólo una formalidad para desplegar nuestra dependencia sistemática; las dictaduras eran una operación quirúrgica, mientras que la vuelta a la democracia fue un tratamiento mental, que los gobiernos neoliberales institucionalizaron como la adopción sumisa de las medicaciones económicas y políticas que estabilizaban nuestros arrebatos de demencia (así los inquisidores Vargas Llosa, Oppenheimer, Montaner y cia., califican de locura o peste de estupidez todo afán de soberanía o autodeterminación de nuestros pueblos). Si la democracia es patrimonio del pueblo entonces es el pueblo el sujeto y la sede desde donde una democracia tiene sentido. Pero la democracia liberal y el Estado liberal están pensados para garantizar relaciones mercantiles, o sea, el sujeto ya no es el pueblo sino la abstracción moderna de ciudadano, aquel que establece contratos libremente. Este no es otro sino el empresario, cuya libertad está asegurada por el capital, porque los pobres son los que se venden por necesidad; en el orden social establecido por el capital (la sociedad moderna), los incluidos son aquellos que requiere el capital para desarrollarse, los demás son sobrantes, de estos se puede prescindir. Quienes luchan entonces por derechos y garantías fundamentales no son el capital y los incluidos por este, sino los que precisamente no tienen garantía de reproducir siquiera su vida, los que, en definitiva, soportan con sus vidas el peso real de la dominación, la dependencia y la colonización. Si el capital no puede ni quiere incluir más trabajo entonces tampoco le interesa ampliar democracia; de modo que esta es reducida a garantizar el orden vigente, rediseñándose para desarrollar nuestro subdesarrollo. Para eso le sirven sus ciencias sociales, para reencauzar todo caos en el mismo orden. Si la sociología es una ciencia de la crisis, lo es para devolver toda anomalía a la normalidad, toda revolución a la conservación. Así aparece una democracia vacía de toda pretensión emancipadora, una estructura sistemática de exclusión paulatina, que se define precisamente por el sujeto a quien excluye; porque el demos de su definición se reduce paulatinamente al estrecho margen de absorción que necesita el capital para reproducirse.

Por eso la defienden los beneficiados por el capital, y estos son quienes convocan a esa reserva de reclutamiento que posee el discurso de dominación entre sus clases subalternas. La democracia se fetichiza; en nombre de ella se está dispuesto a sacrificar a todo un pueblo. Lo que vale ya no es el pueblo sino el orden vigente. Por eso, cuando el orden se cuestiona y aparece el caos de una revolución (que no siempre es armada sino que cobra la cara de un proceso de transformación, como el caso boliviano) que pretende reestructurar los fundamentos de un país (porque si la dependencia es estructural entonces los cambios no pueden ser simples reformas sino una literal transformación), entonces todo el bloque dominante se resiente y se aglutina en la defensa férrea del ídolo y así enseña su cara fascista. Es entonces que el “demos” de la democracia liberal se diluye y lo que se manifiesta es el “kratos”; el poder del orden vigente se engulle al pueblo y la democracia aparece como una inhumana defensa de lo establecido. La defensa de la democracia pasa a ser defensa de estructuras legales o instituciones, o sea, defensa de cosas en desmedro de seres humanos, otra vez, defensa ciega de las relaciones mercantiles (garantizadas en esas estructuras legales y en aquellas instituciones). Si una estructura legal y sus correspondientes instituciones son las garantes de un orden dado, entonces su transformación es necesaria. Pero la mentalidad conservadora atribuye a estas un carácter eterno y hasta sagrado (como lo expresa ahora la Suprema Corte); haciendo esto fetichizan un orden humano como divino, de modo que todo cambio se interpreta como diabólico y es cuando empieza la persecución.

Aunque la persecución sea disfrazada es siempre la misma y reactualiza sus propios símbolos, y es en ellos que podemos leer el sentido que aparece: La memoria sacrificial reaviva su apetito inquisitorial, por eso aparecen las cruces verdes en Santa Cruz o las rojas en Sucre y las intimidantes teas peregrinan al abrigo de la noche cómplice (la cruz potentada era símbolo de la monarquía española, de los cruzados y la inquisición, era la cruz que levantaron los ejércitos realistas contra los guerrilleros de la independencia y es la cruz que levantan ahora los citadinos sucrenses; si lo hacen conscientemente entonces la adopción del símbolo no es ingenua). El objetivo es acabar con la Constituyente, objetivo que no puede realizar sola la oligarquía, de modo que interpela a su reserva de reclutamiento: las clases subalternas (quienes apuestan por acceder a la casta que admiran, parte de las clases bajas que está dispuesta a la traición por una cuota de poder). En Sucre se instaló desde la colonia la casta señorial y esa presencia marca fuertemente la idiosincrasia de ese lugar del país, de modo que el discurso señorial halla respaldo en el citadino sucrense. La guerra federal, que traslada el ejecutivo de Sucre a La Paz, fue una pelea de oligarquías que enfrentaron a dos departamentos para defender sus apetitos; un siglo después nos damos cuenta que aquella contienda fue subjetivada como resentimiento por la oligarquía desplazada, resentimiento que carcomió el sentimiento regional como inquina dormida. Es la misma argucia que usa el fracaso conservador, si antes la culpa de nuestros males era la ausencia de costa marítima, ahora la culpa es la ausencia de capitalía plena (la pérdida del Litoral fue gracias a la traición oligárquica aglutinada por aquel entonces en Sucre y el cambio de sede fue, entre otras cosas, por la decadencia de la economía de la plata, que esa oligarquía no supo ni quiso hacer nacional). Las culpas necesitan culpables: las faltas propias se vuelcan en ajenas, y aparece siempre el inocente como el señalado; el resentimiento se deposita en el paceño y en su siempre determinación señorial: el indio, en este caso, el aymara.

La estrategia oligárquica camba surte efecto en la reserva de reclutamiento que poseen: si el discurso autonomista los descubre de cuerpo entero entonces hurgan otra herida (la capitalía) para acabar con los indios. El discurso señorial interpela a sus subalternos: la superioridad consiste en acabar siempre con los inferiores (el antisemitismo fue una opción irracional que sirvió a Europa para afirmar sus naciones; esta creencia insensata reúne a esas sociedades pero termina por envenenarlas, porque toda afirmación será la búsqueda de enemigos, la negación del otro). Mientras el pueblo debe lograr con la praxis de liberación la autoconciencia necesaria para hacerse hegemonía real, el sector conservador no necesita tal proceso, y para comportarse como un todo, le basta aglutinarse contra el pueblo, pues su unidad la logra definiendo al enemigo: el indio. Como su estabilidad está en riesgo entonces enfrentan al pueblo (Sucre y La Paz) hurgando heridas, y así acaban con todo cambio que pueda ocurrir en la Constituyente, acabándola por completo.

Si algo digno puede salir de ella será gracias a las naciones originarias y, si algo sensato puede salir del conflicto inventado por la oligarquía camba, será también por la concurrencia de ellas (que no apuestan por mover de lugar el Estado sino de transformarlo). Lo que puede ofrecer el discurso conservador es lo mismo de siempre, o sea, alternativa por ese lado nunca la hubo. Las alternativas provienen de los nunca escuchados. La defensa de la democracia liberal es, en definitiva, la aniquilación de toda alternativa; su cara fascista aparece cuando ya no logra hegemonía y cuando se rearticula en torno a un solo objetivo: acabar con toda alternativa. Ese es el discurso que empieza a desprenderse de los cívicos de Santa Cruz, Tarija, Cochabamba y, ahora, de Sucre. Los focos de racismo trazan esa geografía y descubren esa sedimentación social que todavía sostiene al sector conservador. Lo trágico de una liberación nacional no es tanto el enfrentarse con los poderes foráneos sino con la insensata resistencia de los propios; esa es la consecuencia de la colonización: la complicidad de propios en un proyecto antinacional.

Rafael Bautista S. es Autor de “OCTUBRE: EL LADO OSCURO DE LA LUNA” y “LA MEMORIA OBSTINADA” Editorial “Tercera Piel” rafaelcorso@yahoo.com

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