Gustavo Esteva
Una nueva agresión a los pueblos de Oaxaca se cometerá esta semana con la complicidad de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). El presidente de la legislatura local acaba de anunciar que el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la máxima casa de estudios concluyó un proyecto de reforma constitucional para la reforma del Estado, el cual será aprobado en periodo extraordinario esta semana. Quienes posan como representantes populares, en mayoría espuria, cumplirán así las instrucciones de Ulises Ruiz, quien con ello pretende atender exigencias centrales del movimiento popular y anticiparse a la nación entera.
El episodio se inscribe en una doble tradición: la de los gobernadores de Oaxaca, que acostumbran ejercer su poder monárquico con reformas a modo de la Constitución, y la del país, que ha padecido hasta ahora los dictados de minorías rectoras.
Esta tradición empezó con el Estado mexicano. Nuestra primera Constitución fue escrita en 1824 por una “asamblea de notables” que apenas tomó en cuenta las realidades y aspiraciones de los flamantes mexicanos. “En todos nuestros pasos –proclamaron los constituyentes– nos hemos propuesto por modelo la República feliz de los Estados Unidos del Norte”. Esta declaración inauguró la actitud que define a las elites mexicanas: tienen la mirada puesta en el país vecino, al que imitan y siguen en todos los aspectos, mientras ignoran y desprecian lo propio. Cuando dos terceras partes de la población eran pueblos indios, se les mencionó una sola vez en el Acta Constitutiva de la Federación, al facultar al Congreso para arreglar el comercio “entre los diferentes Estados de la Federación y las tribus de los indios”. Se estableció así el tratamiento que se dio desde entonces a los pobladores originarios.
Ni siquiera en 1917 pudimos escapar a esta tradición elitista que usurpa, desconoce y niega la voluntad popular. Aunque los ejércitos revolucionarios aún velaban armas y mantenían presión sobre los constituyentes, las fórmulas de compromiso a que se llegó en nuestra Carta Magna fueron producidas por una “asamblea de notables” que difícilmente representaba el ánimo de los revolucionarios.
El medio millar de reformas a la Constitución de la República que se han introducido a partir de 1917 no se apegaron tanto a la tradición de esas minorías rectoras del siglo XIX, como a la que se estableció con el PRI, en la monarquía sexenal que definió su régimen político: fueron concebidas por el presidente en turno y puntualmente procesadas por sus subordinados en el Congreso.
Esta forma de la tradición, abandonada ya en el Congreso federal, es la que ahora aplica Ulises Ruiz en Oaxaca. Ante la demanda universal de reforma del Estado decretó la creación de una comisión gubernamental para ese fin. Una sociedad civil alerta, que lleva muchos años de estar trabajando seriamente en ese empeño, rechazó de inmediato la propuesta y se negó a acudir a los llamados de la comisión.
Para legitimar un proceso viciado de origen, Ruiz buscó que la UNAM se prestara al juego. Expertos juristas acudieron a Oaxaca, pontificaron en diversos escenarios, se reunieron con algunos grupos cercanos al gobernador y finalmente produjeron el proyecto de reforma. No pueden pretender inocencia profesional. El ejercicio fue públicamente descalificado por la sociedad, pues se consideró inaceptable que las normas fundamentales de la convivencia entre los oaxaqueños fueran concebidas y dictadas desde arriba, por gobernantes sin legitimidad alguna, aunque se escudaran en prestigiados académicos. ¿Cómo pueden éstos, en todo caso, dictar esas normas, cuando con su propio comportamiento demuestran su ignorancia de la realidad oaxaqueña?
La formulación de leyes requiere asesoramiento técnico. Las propuestas de la sociedad, para una auténtica reforma del Estado, están siendo procesadas en un taller legislativo asesorado por un grupo de prominentes especialistas universitarios. Los productos del taller se someterán a amplia consulta ciudadana para convertirlos en un auténtico ejercicio democrático.
Decía Lasalle, hace mucho tiempo, que los asuntos constitucionales no son problemas de derecho, sino de poder. Lejos de ayudar a enriquecer la vida democrática en Oaxaca con contribuciones técnicas, los expertos de la UNAM se hicieron cómplices del ejercicio tiránico de un poder en decadencia. El hecho mismo de que el proyecto se vaya a aprobar en el Congreso antes de que la sociedad lo conozca y violando todos los procedimientos formales, revela su carácter. Es una vergüenza, para la UNAM y el país que en pleno siglo XXI se sigan aplicando prácticas monárquicas del XIX, a espaldas de la sociedad. Es también una pérdida de tiempo. Los oaxaqueños no adoptarán esas normas: lo que resulte no será su Constitución ni su reforma del Estado. En su momento, la Suprema Corte certificará sus vicios formales. Quedará como constancia de un autoritarismo tan arbitrario como incompetente.
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