Juan Francisco Martín Seco
Resulta sospechosa la animadversión y hostilidad con que determinadas voces (casi todas las que tienen suficiente poder y dinero para ser escuchadas) se manifiestan en contra de algunos de los nuevos mandatarios de América Latina, aquellos que, luchando contra corriente en sistemas políticos trucados, han alcanzado el poder a pesar de los muchos obstáculos colocados por los intereses económicos y sus adláteres. Casi todos ellos, con sus lacras y sus virtudes, son el resultado del despertar de los respectivos pueblos y su reacción ante las condiciones de miseria y abandono a los que les venían sometiendo los gobiernos anteriores, eso sí, llamados democráticos por el establishment de los países ricos, pero en el fondo marionetas de los dictámenes del Fondo Monetario Internacional.
Los nuevos mandatarios reciben desde Europa y el Imperio toda clase de descalificaciones. Es posible que su perfil y manera de comportarse no encaje con nuestro arquetipo de político y choque con nuestra idiosincrasia. También es posible que, en ocasiones, sus acciones se alejen de los cánones democráticos que rigen en los países desarrollados. Pero nada de eso es nuevo en América Latina, y los mismos defectos o aun mayores podían predicarse perfectamente de los mandatarios anteriores o incluso de bastantes de los actuales que gozan del máximo beneplácito y aquiescencia de los poderes occidentales. Es más, muchos han sido y todavía son los regímenes claramente autárquicos y dictatoriales que han contado o cuentan con la amistad e incluso complicidad de los países desarrollados. Hay que concluir que no son los defectos señalados los que generan la crítica y el enojo de los bien pensantes sino el hecho de que estos nuevos gobiernos hayan puesto en cuestión los principios en que se basan los intereses económicos internacionales.
A la cabeza de los anatematizados se encuentra el presidente de Venezuela. Con motivo de la nueva Constitución que proyecta, ha surgido un aluvión de acusaciones. Por los comentarios daba la impresión de que pensaba abolir las elecciones y declararse presidente indefinido. Sin embargo, fijándose en la letra pequeña, la realidad era muy otra. Se trata tan solo de quitar la limitación que ahora existe de presentarse a la reelección más de una vez.
Las críticas vertidas desde España no dejan de tener su guasa, habida cuenta de que en nuestro país la jefatura del Estado no solo tiene carácter vitalicio sino que no está vinculada a las urnas y se encuentra atribuida en exclusiva a una familia. “Derecho de bragueta”, que afirmó en el pasado un diputado y que tan mal sentó. Pero es que el mismo puesto de presidente del Gobierno carece de toda limitación en la reelección pudiéndose perpetuar en el poder si lo eligen los ciudadanos. Y qué decir de los presidentes de las Comunidades Autónomas, cuando la mayoría de ellos termina dejando el cargo por vejez o por aburrimiento.
Es verdad que Aznar se impuso la restricción de no superar los dos mandatos, pero tal decisión fue totalmente voluntaria y sin que hubiese ninguna prescripción legal que le obligase a ello. Y si en principio pudiese calificarse tal postura como loable —yo mismo la ponderé en un artículo—, vistos los resultados no sé si fue totalmente positiva. Todo tiene sus pros y sus contras. Sin duda puede considerarse como una buena práctica de higiene democrática, pero no es menos cierto que el comportamiento de quien sabe que ya no tiene que pasar por las urnas puede derivar hacia posturas autistas y autocráticas. De optar a un tercer mandato, ¿hubiese desoído Aznar las voces de su partido que le advertían del carácter radicalmente impopular que tenía su apuesta en lo referente a la ocupación de Irak? ¿La actitud y las acciones de Bush serían actualmente las mismas si se tuviese que presentar a las próximas elecciones?
Otro de los elementos polémicos de la proyectada Constitución chavista es la de elevar de un 20 a un 30% las firmas de los electores necesarios para convocar un referéndum revocatorio, instrumento que permite a los ciudadanos despedir a mitad del mandato a sus gobernantes. Que yo sepa, nuestras leyes no prevén nada parecido ni con el 20 ni con el 30 ni con el 50%.
Se censura a Chávez y a su Constitución el que, junto a la propiedad privada, se configure y admita la propiedad pública, social o como se le quiera llamar; pero precisamente tal presunción era hasta ahora el abc de la socialdemocracia, incluso de todos aquellos partidos democráticos que defendían el Estado social, y como consecuencia figuraba y figura en la mayoría de las constituciones occidentales, no en balde se definen, o al menos se definían, como sistemas de economía mixta. Ha sido el triunfo ideológico del neoliberalismo económico el que ha dejado en letra muerta todas esas prescripciones traicionando el ordenamiento constitucional y generando enormes déficits democráticos.
Nuestra propia Constitución es clarísima al respecto. El art.128 establece la intervención directa del Estado en la economía e incluso la reserva de sectores o recursos cuando así lo exija el interés general. La propiedad privada y la libertad de empresa tienen su contrapartida y su limitación en la utilidad pública y en el interés social. De estos preceptos se deriva la capacidad de expropiación forzosa, cuya ley prevé la inmediata ocupación en caso de urgencia. Curiosamente, se reprocha ahora a Chávez tratar de imponer en su Constitución una figura parecida.
Aunque sin decirlo son sin duda las reformas económicas las que más conjuran los odios de las voces críticas. Se le censura que pretenda eliminar la autonomía del banco central; pero desde la óptica democrática tal medida debería recibir tan solo parabienes. Lo que resulta profundamente antidemocrático es aislar un área tan importante como la política monetaria, arrebatársela a los poderes políticos elegidos democráticamente y entregársela a un organismo teóricamente independiente que no representa a nadie y que a nadie debe rendir cuentas, solo ante Dios y ante la Historia. La autonomía de los bancos centrales —como escribía la semana pasada— se inscribe en el recelo antidemocrático de los dueños del dinero y en su afán de independizar la economía de los poderes políticos y, por lo tanto, de la presión electoral de los ciudadanos.
Al presidente de Venezuela se le acusa de imponer el control de cambios, controlando y limitando las divisas que pueden salir del país. Se olvidan de que EEUU no adoptó la libre circulación de capitales hasta el año 1971, y que la mayoría de los países europeos, incluyendo España, no la asumieron hasta el año 1989, obligados por el Acta Única. Su establecimiento no puede considerarse precisamente una medida demasiado democrática. La libre circulación de capitales ha representado en la práctica la dictadura de lo que llaman mercados que, en definitiva, no es otra cosa que la de los poderes económicos y el despojamiento a los poderes políticos democráticos de capacidad para influir en la economía.
Por otra parte, la aceptación de la libre circulación de capitales ha sido nefasta para los países subdesarrollados, que han visto como las divisas que conseguían con sus exportaciones se esfumaban vía evasión de capitales ya que sus élites preferían remansar sus ahorros en los países desarrollados. ¿Puede extrañarnos que un gobierno de América Latina intente implantar mecanismos de control de cambio? Otra cosa será cómo los aplica, gradúa y limita en función de sus objetivos a efectos de no obstaculizar la entrada de la inversión extranjera. Pero esa ha sido la historia de casi todas las economías. ¿Podría haberse desarrollado nuestro país si en los años 60, 70 e incluso los ochenta nos hubiésemos movido en un régimen absoluto de libre circulación de capitales?
Tampoco parece que se pueda achacar de medida antidemocrática el que el presidente de Venezuela pretenda reducir la jornada laboral o extender la cobertura de la seguridad social.
Escuché hace unos días a uno de esos charlatanes que amenizan las mañanas de la radio opinando de todas las materias, menospreciar el apoyo popular que posee Chávez, tachando a su régimen de subsidiado. Comentaba con tono doctoral que el drama de estos países consistía en ser ricos en materias primas (en el caso de Venezuela, el petróleo) ya que terminaban derrochando (para él, el derroche consistía en los subsidios) los ingresos provenientes de la exportación. El problema, a mi entender, es que esos recursos se iban hasta ahora fuera del país o quedaba en manos de una minoría privilegiada. El apoyo popular debe venir más bien porque los venezolanos se percatan de que por primera vez, aunque sea en pequeña medida, el dinero del petróleo se queda en el interior y empieza a revertir en la mayoría de los ciudadanos.
No pretendo hacer un alegato en favor de presidente de Venezuela, ni de su régimen, ni de su Constitución. A muchos kilómetros de distancia sería una osadía hacerlo, ni para bien ni para mal. Estoy convencido de que existirán aspectos muy criticables. Pero me repugnan las posturas sectarias y apriorísticas, a las que se les ve el plumero. Ciertos odios e inquinas a Chávez y a su gobierno tiene tan sólo su origen en lo que éste pueda tener de social y contrario a los intereses del capital internacional.
¿Estamos acaso nosotros capacitados para dar lecciones de democracia cuando nuestros sistemas democráticos hacen agua por todas partes? La abstención se ha generalizado; los políticos constituyen una casta cerrada; las posibilidades de triunfo de los distintos partidos dependen en gran medida del favor de la prensa y del dinero con que cuenten; en último extremo, por tanto, de la aceptación y apoyo de los “poderes fácticos”, como se decía hace unos años; la política monetaria se ha entregado a instituciones que nada tienen de democráticas; los poderes democráticos, si existen, están coartados y limitados a la hora de aplicar la política fiscal, social o laboral, por lo que llaman mercados y que, en el fondo, no son más que las fuerzas económicas. Dejemos la mota del prójimo y concentrémonos en la viga de nuestro ojo.
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