Alejandro Nadal
El poder tiene su lógica. Es invisible, pero puede matar. La nomenclatura es una de sus armas letales. Primero bautiza, después mata.
En la coreografía del poder nada debe estorbar ni molestar. Por eso los desastres naturales son su antítesis. A la racionalidad del poder, el desastre opone el caos y el mundo de lo imprevisto. Frente a las rutinas e instituciones del capital y su orden, el desastre se nutre de lo accidental y lo contingente.
No son los peligros para la población lo que preocupa al poder, aunque los vulnerables pueden morir o perder su casa. Lo que realmente le inquieta en el desastre natural es su ingrediente subversivo, que todo lo perturba. Es el desorden contra el mundo uniforme y homogéneo de la contabilidad. Es el mundo de la fortuna (o del infortunio) contra el de la rutina previsible.
Cierto, el desastre implica muerte y destrucción. Pero para el capital y su poder, eso es lo de menos. Hay que enfrentar el daño sólo porque es peligroso no hacerlo. Después de todo, sabemos que cuando el poder no percibe la muerte o la desgracia de la población como una amenaza no se preocupa. Ahí está el ejemplo de la gente del campo, afectada por el Tratado de Libre Comercio: que se pudran, parece decirles el poder desde lo alto, porque eso es bueno para la rentabilidad. Si el poder no tolera los desastres naturales es porque teme a la tensión que perturba y amenaza su orden, el de la rentabilidad y, sobre todo, de la sumisión.
En la escenografía del poder todos tienen asignado su papel. La nomenclatura es clara: primero aparecen los vulnerables. Etiqueta cómoda, eficaz para desmovilizar antes del desastre y hacer parte del paisaje lo que debería ser un escándalo. Es similar a la categoría de pobres. ¿Quiénes son esos millones de miserables que viven en condiciones abyectas que deberían escandalizarnos? Respuesta: son los pobres. Ah, bueno, con esa explicación podemos estar más tranquilos, aunque sea digna del Enfermo imaginario, de Molière, donde el aspirante al diploma en medicina es interrogado sobre la causa por la que el opio provoca sueño y contesta “porque tiene la virtud dormitiva”.
No debemos subestimar esas seudoexplicaciones: permiten generalizar y fijan a los personajes en su papel. ¿Quiénes son esos que están en la trayectoria del huracán y que viven en casitas de cuatro palitos? Son los que están en condiciones de vulnerabilidad, contesta el experto en desastres. Ah, bueno. ¿Cómo no me lo explicaron antes?
Después de la escena en la que el desastre hace su dramática aparición, todo queda a la deriva (literalmente). Y el poder tiene que apurarse a reordenar todo. Es la fase del rescate y mitigación de daños. Aparecen los albergues, las despensas, colchones y cobertores. Se activa la nomenclatura nuevamente y aparecen en escena los damnificados. Son los vulnerables transformados en heridos, desposeídos, lastimados y hasta muertos.
Para contrarrestar los daños, existen los regalos del poder. En esencia son los mismos que daba el emperador Domiciano: los agasajos y canastas de los reyes y emperadores en el Coliseo, pero hoy provienen de Sedeso, Protección Civil y el Fonden.
De todos modos, ¿quién paga los regalos? Lo sabemos desde siempre. Alcino se lo dijo a Ulises: después de colmarlo de presentes le entrega todavía un cargamento adicional, repleto de obsequios. Y dice Alcino, orondo: “Démosle cada uno todavía una gran base y un caldero; nos haremos rembolsar por el pueblo, porque este regalo sería demasiado para nosotros” (Odisea, Canto XIII).
Las víctimas estaban desde siempre en la ruta del desastre, pero el poder los marcó con su nomenclatura: hoy serán vulnerables, después damnificados. O sea, siempre serán agentes pasivos, no podrán cambiar su condición, ni su destino. Así se pierde la posibilidad de usar el mejor recurso disponible para enfrentar los desastres naturales: la población afectada.
Hay dos razones por las que esta población es el mejor recurso para prevenir y reducir los daños. Primero, ya está en el lugar de los acontecimientos: puede vigilar, prevenir y no necesita esperar a que llegue la ayuda. Segundo, después del trauma inmediato del desastre, esa gente va a seguir en el lugar afectado. No se va a cansar, no le dará el síndrome de la fatiga y no se va a retirar.
Pero para que la población se convierta en el recurso para enfrentar el desastre, debe tener instrumentos. Debe estar movilizada, con herramientas, entrenamiento, simulacros, sus propias rutinas y códigos para enfrentar los desastres. Eso implica una población activa, distinta de los vulnerables de hoy y los damnificados de mañana. Aquí es donde todo se complica: la gente pasaría de pensar en desastres a preguntar sobre las causas de su vulnerabilidad, y de ahí a cuestionar el orden establecido. Ni lo mande Dios. Mejor seguimos usando la gorrita de comandante supremo de las fuerzas armadas mientras repartimos despensas y dejamos a los vulnerables y Deanificados como están.
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