Luis Linares Zapata
Sumidos en sus propios laberintos mentales y víctimas de desproporcionadas ambiciones para sus efectivas posibilidades políticas, ciertos integrantes de la izquierda mexicana, en lugar de ampliar sus horizontes, sólo atisban a su inmediato derredor. Lo que logran otear es llevado con premuras, no exentas de torpezas, ante un tribunal grupuscular con intereses de dudosa monta.
De estas disquisiciones conceptuales y operativas surgen dos versiones divergentes de las izquierdas mexicanas. Una que se dice moderna y se define a sí misma como aquella que busca combinar varias actividades y posturas. Es la que confiesa, por propia voz de algún dirigente, que no disiente de la gestión popular, el trabajar en el campo y con la gente, pero, además, desea participar en la que es, sostiene, la esencia de la política: la negociación con el resto de las formaciones ciudadanas, principalmente dentro del Congreso y con el gobierno formal. La otra es una versión achicada de la izquierda, la que sólo atiende a uno de los componentes de la cosa pública: el movimientismo callejero, el retacar plazas de gritones. No dudan en añadir, tales definidores de la izquierda y con forzado respeto, que de esa manera no se llega al poder, sino que, a lo mucho, se conseguirá afianzar el voto duro, la clientela cautiva, el mundo de los corajudos. Integra, definida la facción rijosa de esta singular manera, la tendencia autoritaria de la izquierda, la premoderna, la que infunde miedo al electorado no partidario y queda condenada a ser la eternamente perdedora electoral. En dos palabras: la intransigente y grupuscular facción de siempre.
La primera de ellas, según la misma versión del senador Navarrete (entrevista con Denisse Maerker, Televisa) es la que intenta jugar un papel efectivo en la transformación de las instituciones, en el cambio hacia una vida más democrática y responsable. La otra es la tendencia que no duda en privilegiar sus cerradas pulsiones por sobre los intereses partidarios o, más aún, la que subordina a su visión las exigencias más elevadas de la patria. Descripción que los opositores a tal postura sintetizan diciendo que de esa forma y a ese costo no quiere llegar al gobierno porque estaría hecho añicos. Al pronunciar tan desaliñada sentencia, un hálito de satisfacción cruza por el espacio de las frases inmortales, el lugar común de los progresismos ideológicos ficticios.
Como se ve a las claras, una y otra son verdaderas caricaturas de la izquierda, al menos de dos de esas formaciones. Una simpleza rayana en la tontería. Una dicotomía que, curiosamente y por estos días de confusión fabricada, coincide, casi a pie juntillas, con la versión que propagan los voceros de la derecha, con la que elucubran los intelectuales orgánicos del oficialismo que tanto abundan por los alrededores. Una coincidencia tan casual que llega hasta los encumbrados oficialismos, a los más conspicuos círculos del sector privado y el público. Especie que se revuelve contra sus promotores y en contra de sus mismos creadores tras bambalinas.
La parte final del alegato así enderezado contra una parte de la izquierda llega hasta particularizar en personas y grupos. De un lado los negociadores institucionales, los moderados que dan vida a Nueva Izquierda y aliados circunstanciales. En el otro polo del espectro, los callejeros que capitanea López Obrador. Esos iluminados que se despeñan en busca del voto duro, el delirio del encabronamiento secular, esos que se hunden en los terregales de la campiña mexicana sólo para pergeñar unos cuantos adherentes que, de maneras extrañas, son los cautivos que arañan lo sublime, la fidelidad irracional.
Incapacitados para convivir con la base popular, en especial la que ha llegado a desarrollar una conciencia crítica de la situación del país, facciones enteras de las izquierdas giran, angustiadas, alrededor de una noria cupular. Alejados de esa masa de hombres y mujeres que se debaten entre la miseria, la postración, la punzante falta de oportunidades que azotan a las clases medias y la pérdida de esperanza ante el futuro de extensas capas sociales, buscan aliados por fuera de su agrupación partidaria.
Al parecer los han encontrado en una serie creciente de críticos que recogen sus tribulaciones. Y, lo que puede ser más trascendente, aceptan negociar con versiones de un conservadurismo ramplón que obedece a los decididores de siempre. Esperan rescatar para sí algo del banquete –institucional le llaman orondos. La transformación desde el interior y con las reglas establecidas.
Entre los críticos externos y grupos de la izquierda partidaria así descrita por los mismos dirigentes de esa facción, se ha establecido un vínculo que ya muestra sus efectos negativos, tanto para los militantes de esas izquierdas como para los propagandistas que parecen impulsarlos. El punto focal se agota en una persona: López Obrador. Frente a este actor de primera línea es ante quien les urge diferenciarse. Lo quieren, al menos, neutralizar con sus comentarios, con sus pronósticos catastróficos para que no les inquiete su misma condición de medianía burocrática. Una rebelión ante el liderazgo o ante ese reflejo que los obliga a enfrentar sus propias limitantes y hasta miserias individuales o de grupo.
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