Arnoldo Kraus
Si uno busca en el diccionario las definiciones de indocumentado confirma lo que sabe y se sorprende por lo que no sabía. “1. Dicho de una persona: Que no lleva consigo documento oficial por el cual pueda identificarse, o que carece de él. 2. Que no tiene prueba fehaciente o testimonio válido. 3. Dicho de una persona: Sin arraigo ni respetabilidad. 4. Ignorante, inculto”. Asimismo corrobora lo que se sospechaba: que el término, pero sobre todo la persona, es utilizado por los gobiernos de acuerdo a lo que más les conviene.
Buen ejemplo de las acepciones enmarcadas en el Diccionario de la lengua española y en el diccionario de los pactos tácitos y no tácitos entre los gobiernos de Estados Unidos y de México (el traspatio de Estados Unidos, decía el fallecido Adolfo Aguilar Zinser) son nuestros indocumentados. La expulsión reciente de la activista mexicana Elvira Arellano ejemplifica los deslices del lenguaje, las dobles morales de nuestros vecinos y la ineptitud de todos los gobiernos mexicanos para humanizar, ya que es imposible detener el fenómeno de la migración.
Mientras se completaba la deportación de Arellano, los cónsules de México en Bronswille, Texas, y en Tucson, Arizona, informaron que en lo que va del año más de 224 migrantes mexicanos fallecieron en los estados mencionados. La inexactitud del “más de 224” es abominable, pero, lamentablemente, es comprensible: ¿cuánto quiere decir “más” cuando se habla de vidas humanas? ¿Una, cien, mil? ¿Realizará el gobierno de Felipe Calderón un censo en las comunidades exportadoras de indocumentados para saber cuántos llegaron, cuántos regresaron, cuántos murieron y de cuántos no se sabe nada? Los cónsules informan que los migrantes mueren en el río Bravo o en las zonas desérticas; de ahí la “lógica” y la inexactitud de las cifras: imposible recuperar a todos los que murieron en esos sitios. El río y el desierto se parecen a nuestros gobiernos: desdeñan las vidas humanas.
Desde el punto de vista moral me parece complicado definir cuál de los dos gobiernos es más responsable de las muertes de los migrantes. Ante su contundente y perpetua incapacidad para generar empleos, México necesita continuar expulsando manos trabajadoras para que sostengan a sus familiares y para que las enfermedades y la desnutrición se ceben menos en los más pobres. Imposible soslayar que los indocumentados son la tercera fuerza generadora de divisas. No en balde nuestros gobiernos se regodean cuando los poblanos llegan a Nueva York o los oaxaqueños a California, y se alarman, como parte de la política de buenos modales del mundo globalizado, cuando la prensa publicita que son los migrantes chiapanecos los que mueren con más frecuencia.
Estados Unidos, por su parte, los requiere, Perogrullo dixit, para que realicen incontables trabajos detestados por los estadunidenses, les permite laborar, ante la anuencia y la complicidad de las autoridades, porque los latinoamericanos se conforman con salarios menores, y los necesita, desesperadamente, para mandarlos, green card en mano, a Irak y a Afganistán. ¿Es absurdo pensar que existen acuerdos secretos entre ambos gobiernos acerca de cuál es el número de indocumentados permitido por año? Quizás no.
La reforma migratoria no puede ser acomodaticia. La doble moral es signo y sino de nuestros tiempos y moneda del binomio de los gobiernos mexicano y estadunidense. De ahí que la reforma se prostituya tantas veces como sea necesario. Durante una de las marchas para protestar por la deportación de Elvira Arellano, Jesús Sánchez del Villar, cuyo hijo indocumentado murió en la guerra de Irak, retrató bien la moral del gobierno de Bush: “Es triste que cuando quieren que ingreses al ejército a luchar contra enemigos, que no te han hecho nada, no hay ninguna traba, pero cuando hay 3 millones de padres indocumentados con hijos nacidos aquí los deportan: eso es inhumano”. Algo similar sucede con nuestro gobierno: sabe cuántos millones de dólares llegan a México cada año vía indocumentados, pero desconoce el número exacto de mexicanos muertos vía su estatus de ilegales.
Si bien las acepciones del diccionario son crudas, “sin arraigo... ignorante… inculto…”, las realidades del río Bravo, de los desiertos y de Irak son peores y son reales. Ante la probable deportación de más connacionales, me pregunto cuál será la definición preferida por George W. Bush, cuál la elegida por Felipe Calderón y cuál la pactada por ambos.
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