León Bendesky
Cada vez que se propone una adecuación al marco fiscal se acaba generando una especie de engrudo económico y político. Llamarle “reforma” a las modificaciones tributarias que se han propuesto en diversas ocasiones a lo largo de las últimas tres décadas es exagerado.
Una reforma debería constar de medidas efectivas y aplicables progresiva y sostenidamente durante un periodo más bien largo. Ellas deberían ir saneando, de manera paulatina, pero sin reversiones, las finanzas públicas que están distorsionadas por las sucesivas intervenciones fallidas del gobierno y las resistencias que de manera muy efectiva logran imponer los grandes causantes, como se denomina a quienes deben pagar impuestos.
Esas fallas del gobierno se han dado cada vez que la economía ha pasado por periodos de expansión que han acabado, sin falta, en crisis. A finales de la década de 1970 ocurrió tras el auge petrolero que derivó en la crisis de la deuda externa y la nacionalización bancaria; a mediados de los años 80, tras el auge especulativo que reventó el mercado bursátil; en 1994 después de haber mantenido la expansión mediante la sobrevaluación del peso frente al dólar y el salvamento de los bancos que quedaron virtualmente quebrados.
Internamente la economía se ha expuesto a una atonía casi permanente al quedarse sin fuerza de arrastre; externamente se ha hecho más dependiente y vulnerable frente a lo que pasa con la economía de Estados Unidos. Los efectos favorables del fuerte aumento de las exportaciones se concentran en unos cuantos sectores y empresas, benefician sólo a una parte pequeña de los trabajadores y no han contribuido a un despliegue más equitativo de la actividad productiva en el territorio. Las posibles ventajas del libre comercio han quedado muy cortas. El mejoramiento del bienestar social sigue pendiente y hoy la disfuncionalidad de la economía se manifiesta a las claras en el mercado laboral y la expulsión de la fuerza de trabajo como migrantes.
Las distorsiones fiscales son una de las causas de la situación de virtual estancamiento de largo plazo que padece la economía mexicana y que se expresa en el lento crecimiento del producto, la insuficiente generación de empleos y el prácticamente nulo incremento del ingreso por habitante, en un entorno de cada vez mayor concentración y, por lo tanto, desigualdad.
Las propuestas de reforma se enfocan primordialmente a la captación tributaria, es decir, elevar los ingresos del gobierno mediante el cobro de impuestos. La experiencia registrada ya durante décadas es sumamente negativa.
México recauda mucho menos como porcentaje del PIB que otros países de similar o incluso menor grado de desarrollo. Y no es, necesariamente, por falta de capacidad técnica de los funcionarios que se han encargado de la Secretaría de Hacienda, tampoco por la ineficacia del organismo recaudador, ni siquiera por la enorme corrupción del sistema hacendario.
El fracaso de la captación de los impuestos es un asunto eminentemente político, de la correlación de fuerzas entre el Estado, que se menosprecia a sí mismo, y la parte pequeña, pero de formidable capacidad económica en el sector privado que se las arregla consistentemente para acomodar en su beneficio las condiciones fiscales. Cuenta para que así suceda, por supuesto, la connivencia de las autoridades del más alto nivel en el país.
Y la reforma en serio no puede plantearse únicamente a partir de uno de los lados de la moneda: el de los ingresos. Es imprescindible considerar el lado del gasto. Como en todo presupuesto y en todo ejercicio de registro de partida doble las fuentes y los usos de los recursos se tratan conjuntamente. Aquí prevalece siempre la tentación recaudatoria y ello complica cualquier intento de alterar el panorama fiscal y, sobre todo, le resta transparencia al proceso.
Todo el asunto se presta, entonces, a los compromisos políticos entre los partidos, entre el Congreso y el Ejecutivo y los cabildeos de los grandes empresarios. Todo se negocia, se supedita a los intereses del momento, se vinculan los asuntos de modo perverso: reforma fiscal por reforma electoral y, así, sin fin, sin ton ni son, sin perspectiva de lo que esos mismos personajes gustan en llamar “el interés nacional”. La conclusión no puede ser otra que la disolución de la política pública, con la serie de repercusiones que entraña en el entramado social.
La propuesta del gobierno de otra “reforma fiscal”, independientemente de sus méritos o carencias, está por acabar en un engrudo irreconocible, una masa pegajosa de compromisos de uno y otro lados que no podrá redundar en nada que se parezca a trazar una tendencia de renovación fiscal que sostenga un cambio decisivo en el funcionamiento de la economía y de las condiciones de vida de la gente. Acabará en lo más primario y simple: recaudar mediante el aumento del precio a los combustibles con la nueva secuencia de distorsiones económicas y distributivas que va a acarrear. La reforma del gobierno está liquidada antes de que se vuelva ley y será el signo de esta administración.
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