Carlos Fernández-Vega
El próximo 10 de diciembre Argentina estrenará titular del poder Ejecutivo, Cristina Fernández, en el primer relevo de mando sin mayor contratiempo, producto de un proceso electoral y de acuerdo con el reloj constitucional, desde la pavorosa crisis de finales de 2001. Salvo el no muy grato sabor de boca que deja su activa participación en uno de los juegos de moda en la política internacional, el de la parejita presidencial, Néstor Kirchner parece haber librado más o menos bien sus poco más de cuatro años de inquilinaje en la Casa Rosada.
Allá por diciembre de 2001, el entonces presidente Fernando de la Rúa sabía, pero todo indica que no le importó, sobre el inminente estallido social en el país que decía gobernar. Su apuesta, como la de Carlos Saúl Menem y la de muchos de sus colegas en América Latina, fue defender a capa y espada una política económica que sacrificaba, cada día con mayor sadismo, el de por sí precario nivel de bienestar de la mayoría de la población. Por aquellos tiempos, comentamos en este mismo espacio que unas semanas antes de su caída este personaje tuvo sobre su escritorio el balance del último trienio de gobierno de su predecesor y el de su primer bienio a cargo de la Presidencia argentina, y entre los elementos a considerar destacaban que la tasa de desempleo abierto se aproximaba a la cifra histórica de 19 por ciento de la población económicamente activa, y a 16 por ciento la de subempleo, elevando la proporción al 35 por ciento de la PEA en frágil situación laboral, sin incluir el sector rural y las pequeñas ciudades del interior de la República, amén de acumular cuatro años consecutivos de desplome económico. La consecuencia de mantener los ojos cerrados es conocida: más allá de su propia defenestración, el estallido de la bomba social fue brutal, y no era para menos.
Cuatro efímeros presidentes después, en segunda vuelta Néstor Kirchner ganó la Presidencia, y durante su ejercicio Argentina reportó una de las mayores tasas de crecimiento económico (9 por ciento promedio anual en el cuatrienio) que contribuyó a reducir a casi la mitad el desempleo y la pobreza, con respecto a los indicadores reportados poco antes de la caída de Fernando de la Rúa.
Comparado con el gobierno de este último personaje, el de Kirchner ha sido espléndido, pero aún así falta mucho por caminar a favor de los argentinos, porque, como en la mayoría de las naciones latinoamericanas, los beneficios económicos no llegan al grueso de los habitantes. Se requiere más empleo, mayores salarios, mejor distribución de la riqueza, menor inflación y, desde luego, mantener el ritmo de crecimiento, algo que no se garantiza por el simple hecho de trasmitir las riendas a la esposa, por mucho que la ame.
En uno de sus más recientes balances, la Cepal resume el comportamiento económico argentino, destacando la tasa de crecimiento acumulada durante la presidencia de Kirchner. El organismo subraya el marcado repunte y la carencia de “restricción externa o de financiamiento del sector público, (que) es un fenómeno poco común en el país”. La considerable expansión del consumo contribuyó notablemente al alza de la demanda interna, en tanto que las tasas de ahorro interno y de inversión-PIB a precios constantes registraron los valores más altos en 13 años, amén de registrarse una elevación apreciable de la capacidad productiva, sobre todo en el sector manufacturero.
En un contexto de creciente demanda de trabajo, la tasa de desempleo fue inferior a 10 por ciento en los últimos meses de 2006; el coeficiente de empleo-población urbana se elevó casi un punto porcentual en términos interanuales y registró un nivel históricamente alto. En ese marco de expansión, los salarios reales crecieron en promedio 8.4 por ciento. En conjunto, la evolución del empleo y las remuneraciones indujeron una reducción de los índices de pobreza e indigencia, aunque siguen siendo elevados.
La tasa de inflación descendió a 9.8 por ciento en 2006 respecto del año anterior, aunque antes de la crisis de 2001 se aproximó a 6 por ciento. A medida que se consolidaba la recuperación, apunta la Cepal, se fue configurando una dinámica de incremento de los índices de precios dentro de rangos moderados. Las variaciones mensuales de las tasas de inflación se convirtieron en un tema de gran interés, tanto para la opinión pública como para el gobierno. Las autoridades recurrieron a la negociación de acuerdos para influir directamente en la formación de precios, y la aplicación de impuestos y subsidios, sobre todo con el fin de frenar los reajustes de los precios de los servicios públicos, y de encauzar parte de la oferta de bienes, antes destinados a exportación, al mercado interno.
Las cuentas públicas nacionales reportaron en 2006 un superávit primario que ascendió a 3.5 por ciento del PIB. Este saldo volvió a ser elevado en términos históricos, aunque algo inferior al del año anterior. La recaudación de impuestos mostró una considerable alza, superior a la del valor nominal del producto. El gasto primario, al que contribuyeron cada vez más las inversiones, acompañó la evolución de los ingresos hasta fines de 2006, período en que se observó una aceleración que se prolongó en los primeros meses de 2007.
En fin, ahora le toca a Cristina Fernández, aunque, finalmente, todo queda en familia.
Las rebanadas del pastel:
¿Desubicados? Dice el secretario de Hacienda, Agustín Carstens, que el crecimiento económico de México está “a salvo”. Ojalá que reconsidere, porque a lo largo de los cinco lustros recientes ese crecimiento que está “a salvo” reporta un promedio anual de 2 por ciento… En tanto, el inquilino de Los Pinos celebra que el presupuesto 2008 reporta “una cifra récord en inversión”, cuando lo cierto es que el grueso de esos dineros se destinará al pago de nómina burocrática.
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