Jonathan Martínez
Los conocemos como “transgénicos”. Los organismos modificados genéticamente (OMG) son animales, plantas o microorganismos manipulados por la ingeniería genética, es decir, nuevos seres vivos extraídos del laboratorio del doctor Frankenstein.
Olvidando la admiración un tanto literaria que despierta la manipulación genética, el mercado internacional concentra su beneficio en dos desarrollos científicos aplicados a algunas especies vegetales: la resistencia a plagas y la tolerancia a determinados productos químicos. Pero como respuesta al desarrollo de los cultivos transgénicos, ya se ha registrado una proliferación de malas hierbas que muestran resistencia a algunos herbicidas. En el circo de la ciencia crecen los enanos, porque la aparición de estas especies modificadas amenaza de muerte a la biodiversidad. De igual forma, se aventuran peligros impredecibles sobre la salud humana.
La primera objeción a la aplicación de la ingeniería genética sobre productos de consumo tiene que ver con el principio de precaución, en definitiva, tiene que ver con evitar la imprudencia de implantar indiscriminadamente los últimos hallazgos de la ciencia cuando aún no disponemos de datos concluyentes sobre sus riesgos y consecuencias. Hablamos de protección de la salud. Al día de hoy, la ingeniería genética ha desarrollado la habilidad de crear seres vivos superdotados pero no parece capaz de prever los riesgos de su comercialización.
Sabemos que el mercado no se muestra escrupuloso, y la salud humana es una moneda de cambio muy rentable. A menudo parece que la ciencia ha mordido el anzuelo empresarial a través de las patentes sobre seres vivos, y convierte a los consumidores en víctimas de un gran experimento genético. Todo en busca del beneficio privado.
Tecnologías como el Terminator garantizan una segunda generación de semillas estériles, con lo que el mercado de los transgénicos queda en manos de unas pocas multinacionales. Este hecho evidencia que el desarrollo de la tecnología genética no está sirviendo para paliar el hambre y la pobreza mundial como se ha proclamado falsamente, sino para convertir el desarrollo agrícola de los países empobrecidos en esclavo de las grandes empresas del sector.
Ante la colonización transgénica, el grito ciudadano no se ha hecho esperar. Multitud de ayuntamientos y regiones europeas se han declarado como zonas libres de organismos genéticamente modificados y muchos propietarios de explotaciones agropecuarias, colegios y proveedores de comida han hecho lo mismo a título individual. Sin ir más lejos, la Comunidad Autónoma Vasca fue declarada este mes de febrero zona libre de cultivos transgénicos destinados a la alimentación humana o animal.
Mucho más allá del carácter simbólico de estas declaraciones, las instituciones deben adquirir el compromiso de evitar las consecuencias negativas de los productos transgénicos sobre la salud pública y evitar los desequilibrios de mercado que la práctica de los cultivos transgénicos conlleva, además de conservar y promover la agricultura y la alimentación de calidad.
El objetivo es proteger nuestra salud y garantizar la biodiversidad y la pervivencia de los cultivos tradicionales. El camino pasa por sumar esfuerzos, multiplicar conciencias. Empujar a las instituciones a deshacerse de los cultivos transgénicos y sujetar con fuerza las riendas del mercado de la ingeniería genética.
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