Hernán González G.
No la muerte infame provocada por hambre o por enfermedades que pueden ser curadas ni por asesinatos masivos en la lucha cínica contra el terrorismo... ajeno. En su ensayo, el maestro José Castillo Farreras alude a la idea equivocada y extendida de identificar a la muerte por causas naturales como enemiga de la ciencia y adversaria a vencer por los médicos, gracias a su deficiente formación.
Por lo que concierne al médico –señala Castillo–, a él no se le está pidiendo la inmortalidad; lo racional es pedirle que nos sane, que nos cure. Pero si es incapaz de hacerlo (tal vez no precisamente él, sino la medicina) y sufrimos dolores atroces, físicos y emocionales, en un suplicio de noche y de día que no nos deja vivir, ¿para qué vivir? Seria y literalmente, ¿para qué vivir?
Esto debería estar profundamente grabado en la conciencia de todo médico y enseñársele desde la escuela, en una asignatura de las más importantes (la muerte no es enemiga de la medicina, sino parte consustancial, indivisible de la vida). Pero también debería imbuírsele a todo ser humano, pues entre éstos habrá legisladores que tendrían que desear una vida digna para todos, y todos deberíamos saber que con los dolores intensos en una enfermedad incurable y terminal, el hombre deja de ser hombre y pierde las facultades humanas por excelencia, aquellas que están en su conciencia y en su libertad, no en el cuerpo.
Si es cierto, como lo es, que con dolores un poco más intensos que los soportados normalmente, como pueden ser los padecidos en la noche por el absceso en una muela, son tan definitivos que nos impiden amar y pensar, y si no intentamos otra cosa que gemir y esperar, es porque tenemos la certeza de que por la mañana podremos visitar al dentista (si estamos vinculados a la medicina social o contamos con dinero para la privada).
Pero si el dolor no es de muelas o parecido, sino que acarrea la desesperanza fatal de que no se quitará o se quitará por momentos y aparecerá después y así sin descanso, ¿para qué vivir biológicamente, si lo humano de la vida se ha convertido sólo en aflicción, amargura, tormento y desolación, todo junto, sin poder esperar nada, especialmente en lo que atañe a los no creyentes?
Téngase claro: los no creyentes no esperan nada después de la muerte. Los creyentes pueden, si lo desean, tolerar todas las atrocidades de una enfermedad dolorosa, incurable y terminal. La vida eterna les espera y no sólo pueden esperar, sino que como miembros de una comunidad religiosa deben resignarse a sufrir. Pero no los no creyentes.
El cuerpo, que es la parte esencialmente animal del hombre, a veces propicia, con las enfermedades, por ejemplo, que la parte esencialmente humana se deshumanice. A quien diga ¿y quién eres tú para quitar la vida a nadie?, habrá que responderle, ¿y tú quién eres para dejar a ese ser al que supuestamente amas hundido contra su voluntad en la devastación, el sufrimiento y la desgracia?
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