Bernardo Bátiz V.
Cinco días y medio anduve por los caminos del estado norteño de Nuevo León, promoviendo el trabajo del gobierno legítimo, encabezado por Andrés Manuel López Obrador; el viaje se inició muy de madrugada desde el aeropuerto de Toluca, con una muy buena noticia que de veras disfruté: se hizo justicia al Distrito Federal. Aun cuando algo sabía por un rumor escuchado un día antes, me enteré detalladamente leyendo la noticia en La Jornada durante el vuelo a Monterrey.
La primera sala del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal revocó la sentencia por la que el juez Ruvalcaba dictó la absolución de Carlos Ahumada; la sala corrigió al apresurado y obsecuente juez y decretó en un caso que sí hay delito que perseguir y en el otro condenó a Ahumada a cinco años de prisión. Con magistrados como éstos, renace la esperanza de que se pueda rescatar la justicia en nuestro país.
El resto del viaje me quedó el buen sabor de boca de esa noticia, a pesar de que durante el recorrido recibí información y pude constatar, en algunos casos personalmente, la situación de injusticia, falta de equidad y total desatención de los gobernantes al pueblo pobre de la entidad, que a pesar de su fama de prosperidad mantiene a una gran mayoría dentro de una vida de carencias y marginalidad.
Los nombres de los municipios recorridos no pueden ser más sugerentes: General Bravo, Bustamante, Villa Aldama, Salinas Victoria, Lampazos, Anáhuac, Vallecillo, por no mencionar más que unos pocos nombres para todos los gustos y para todas las convicciones e ideologías posibles; algunos de ellos en las amplias llanuras, ahora totalmente verdes por los aguaceros, que hay entre la Sierra Madre Oriental y el Golfo de México; otros en las laderas de las altas montañas que forman esa serranía, pueblos plenos de historias locales y de recuerdos de las viejas guerras del siglo XIX y de los más cercanos y apremiantes de las guerras en contra de la pobreza, empujada por el Tratado de Libre Comercio, todos afrontando problemas reales de los que políticos y gobernantes poco se ocupan.
En Anáhuac, por ejemplo, los grupos que aceptaron colaborar con el gobierno legítimo me platicaron preocupados de un problema que, si bien tiene una faceta local, ellos lo ven, y con razón, como un asunto que interesa a la soberanía nacional y al patrimonio de México, es el de la llamada cuenca de Burgos, un mar de hidrocarburos bajo sus pies, que ha despertado la ambición de propios y extraños y en el que está en juego la existencia misma de los colonos del municipio, que ven sus tierras en riesgo, pero también el peligro de pugnas por el control de la riqueza del subsuelo en las que sin duda intervendrán los intereses de las grandes trasnacionales del petróleo.
“Les avisamos –me dijeron– que somos una colonia reconocida por la legislación agraria de nuestro país y no vamos a permitir ni que nos cambien de estatus legal ni que exploten extranjeros o inversionistas particulares lo que es del pueblo de México”.
En Anáhuac había mucha gente en las calles y movimiento propio de una ciudad cercana a la frontera; en cambio, en otras poblaciones pequeñas se veía poquísima gente en plazas y vías públicas, por la cantidad de migrantes, con documentos y sin ellos, que ya están en Estados Unidos; en todos lados, muchas quejas en contra del gobierno de la entidad. El gobernador, me dijeron, se ocupa tan sólo de la capital y de las propiedades de él y de su familia, y muy poco o nada de lo que pasa en los municipios alejados de la zona conurbana; los negocios y la presencia en los medios son la preocupación principal de la clase política del estado.
Un ejemplo: las carreteras, a cargo del gobierno local, son un desastre: sin señalamientos, llenas de “pozos”, como le llaman por allá a lo que nosotros llamamos baches; descuidadas y peligrosas, mientras que el gobierno se gasta decenas de millones de pesos en el Forum de las Culturas y en arreglar jardines y poner lagos y canales artificiales en los antiguos terrenos de la Fundidora. El contraste indigna a la gente.
Y ésta, mientras espera mejor coyuntura, se desquita como puede: el 15 de septiembre un pequeño grupo de protesta interrumpió la comitiva del gobernador y el día de la inauguración del Forum, entre un público selecto de unos 2 mil invitados de primer nivel y ante el mismísimo Felipe Calderón, un joven perredista, que se coló a pesar de las excesivas e infamantes medidas de seguridad, aprovechando un breve silencio entre un discurso y otro se puso de pie en medio de los elegantes y azorados invitados con una bandera tricolor en las manos, y en cuatro ocasiones, a todo pulmón, grito: “es un honor estar con Obrador”. Los guardias vestidos de civil del Estado Mayor Presidencial lo sacaron en vilo, pero la foto de su protesta dio la vuelta al mundo y su valor civil y su voz serán recordados por quienes asistieron al acto de autocomplacencia.
En Vallecillo disfruté viendo a los niños jugar en el kiosco con los colores y cuadernos que las inteligentes y sensibles voluntarias del gobierno legítimo les llevaron y escuché la queja de los ejidatarios del lugar, dueños de una cantera de piedra amarilla y rosa que explotan vendiendo para pisos y fachadas las lajas, que con mucho trabajo obtienen, a constructores de la zona conurbada, pero debiendo pagar multas sin recibo, es decir, extorsiones, porque les dicen los agentes del gobierno que están “explotando el subsuelo”.
En Lampazos me alegré con la sonrisa esperanzada de mujeres y hombres que en un modesto local se inscribían en la lista de colaboradores, y en Cerralvo, en Guadalupe, en General Bravo, se renueva en pequeños grupos por ahora, pero muy decididos, la esperanza de un cambio no cosmético y desde abajo.
En fin, un arduo caminar bajo soles inclementes, pero al final del día, después de estrechar muchas manos y de recibir muchas palabras de aliento, la satisfacción de concluir el día larguísimo en un pequeño hotel de pueblo, sin televisión ni teléfono, pero pleno de plantas en el jardín y de macetas en los corredores y con la sonrisa franca de la hospitalidad neoleonesa.
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