Editorial
A cinco días del incidente del domingo en la Catedral Metropolitana, cuando un pequeño grupo de asistentes a la reunión informativa de la Convención Nacional Democrática que se realizaba en el Zócalo capitalino irrumpió de manera injustificable en el recinto religioso, estropeó algún mobiliario y se hizo de palabras con fieles y con responsables del templo, persiste una vasta distorsión de lo ocurrido. La gresca en Catedral, provocada por individuos que de ninguna manera pueden ser considerados representativos de los presentes en el mitin de la Plaza de la Constitución –los cuales mostraron en todo momento actitudes ordenadas y pacíficas– fue magnificada a tal punto que el arzobispado empleó para describirla las palabras “terrorismo”, “profanación” y “sacrilegio”.
La porción hegemónica y mayoritaria de los medios informativos, por su parte, exhibió una uniformidad condenatoria que recuerda las tristes simas del periodismo estatal, paraestatal y privado en los tiempos de las presidencias priístas: el movimiento estudiantil de 1968, los sucesos del 10 de junio de 1971, la campaña oficial para denigrar a los estudiantes inconformes en 1986-1987, el fraude electoral de 1988. Ahí están, para corroborar las alarmantes semejanzas con el momento presente, las hemerotecas, las videotecas y las fonotecas, además de la memoria colectiva de una sociedad que ha pugnado durante décadas por romper la cáscara de una aplanadora informativa cohesionada por los intercambios de favores y las complicidades con las esferas del poder público.
Salvo excepciones, el deplorable episodio de Catedral sirvió, y de manera muy eficaz, para borrar del mapa informativo las propuestas formuladas en el contexto de la Convención Nacional Democrática, para machacar en torno a las actitudes “intolerantes” y “violentas” del movimiento lopezobradorista y para que los hombres de la curia se presentaran ante la opinión pública, por enésima vez, en el papel de víctimas de una supuesta persecución.
Con una inocultable mala fe, el arzobispado presentó como instigadora de la irrupción a la senadora Rosario Ibarra de Piedra, quien hacía uso de la palabra en el momento en que, desde el campanario del recinto religioso, se lanzó sobre el mitin una prolongada avalancha sonora que no tenía nada que ver con un llamado regular a la misa y que ha sido descrita como una provocación, toda vez que impedía a buena parte de los asistentes escuchar los discursos de los oradores.
Por si fuera poco, los jerarcas católicos decidieron cerrar el templo, no sin aludir en forma poco velada a los inicios de la Guerra Cristera, y hasta la fecha no lo han reabierto, pese a que ya no hay pretextos para que siga cerrado, toda vez que las autoridades capitalinas establecieron en el perímetro catedralicio un fuerte dispositivo policial a fin de impedir nuevas incursiones de detractores del cardenal Norberto Rivera Carrera, cuyo proceso legal por presunto encubrimiento de un sacerdote pederasta sigue su curso en un tribunal californiano de segunda instancia. Significativamente, este proceso, ganado en primera instancia por los abogados del arzobispado capitalino, ha pasado al olvido en la mayoría de los medios. También en forma ilustrativa, se ha tendido un manto de silencio en torno a las amistades políticas de Rivera Carrera que se exhiben en la cinta Fraude. México 2006, de Luis Mandoki, estrenada la semana anterior, y aún en cartelera.
En suma, a juzgar por los jugosos réditos mediáticos y políticos obtenidos en los pasados cinco días por la jerarquía eclesiástica, las bancas y el barandal estropeados durante la deplorable incursión del domingo en Catedral han resultado ser una inversión excelente.
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