Gabriela Rodríguez
Todos los seres humanos tenemos que pedir perdón cada vez que ofendemos con o sin intención, cuando ignoramos o excluimos a alguien, cuando la pasión nubla nuestra racionalidad y nos pasamos de la raya, porque sentimos inseguridad frente a la manera como actuamos o simplemente porque el tiempo, ese verdugo implacable, nos convierte en víctimas de la prisa. Hoy, por ejemplo, tengo que pedir perdón por importantes omisiones en mi artículo anterior, pues afirmé que solamente dos periodistas mexicanas habían abordado los recientes y escandalosos casos de abuso sexual de menores. Olvidé mencionar a Sanjuana Martínez, Elena Poniatowska, Miguel Angel Granados Chapa y al doctor Ernesto Lammoglia, entre otros, que seguramente también han abierto espacio a este delicadísimo tema; ofrezco una disculpa y mi mejor esfuerzo para evitar, en el futuro, omisiones en la apreciación que este importante espacio editorial de La Jornada me ofrece cada dos semanas.
Pero más allá de mis errores personales, el tema del perdón me está llevando a analizar desde ese ángulo la reciente disputa entre el PRD y “la Iglesia”, disputa que me recuerda ese primer y magistral comunicado del subcomandante Marcos, en el cual el vocero del EZLN solicitaba a los gobernantes pedir perdón al pueblo de México por la injusticia, por la pobreza, por los abusos, por la represión y por tantas cosas que los gobernantes tendrían que pedir perdón.
Sin embargo “la Iglesia” –así, entre comillas– ha querido monopolizar el derecho al perdón. Resulta que en este país decir “la Iglesia” se entiende como referencia a “la Iglesia católica”, como si fuera la única o la más importante, y como si tuviese facultades para discriminar a todos los demás credos. Más allá del tamaño de la feligresía católica, no debemos ignorar que entre los mexicanos y mexicanas el catolicismo se expresa con pluralidad de visiones y que, muchas veces, los fieles no necesariamente aceptan a los jerarcas de su iglesia como fuentes del perdón de sus actos.
Sin embargo, Norberto Rivera se ufana hoy ante el hecho de que el señor Juan Carlos Escandón, supuesto militante del PRD, de Andrés Manuel López Obrador o de la resistencia civil –para el caso da lo mismo–, tuvo que pedirle perdón por los hechos ocurridos en la Catedral el domingo pasado, así como por otros actos violentos que han surgido en paralelo a algunas movilizaciones de la resistencia contra el fraude electoral de 2006. Los obispos también están ofreciendo una disculpa a los fieles por los actos que obligaron a cerrar las puertas de la Catedral Metropolitana.
Mientras este encono cautiva los noticiarios y medios impresos de todo el país, esta semana se presenta una iniciativa de ley que es crucial para fortalecer y elevar a rango constitucional la laicidad del Estado mexicano. Lo sustancial de la iniciativa es que demuestra que es posible que diputados federales de todas las fracciones (firman la iniciativa diputadas y diputados de Alternativa Socialdemócrata, Convergencia, PRD, Nueva Alianza, PRI y PAN –de esta fracción solamente el ex priísta Diódoro Carrasco–, PT y Verde Ecologista) se pusieron de acuerdo para garantizar la igualdad y las libertades de los ciudadanos sin que alguna religión o convicción particular domine el poder civil y las instituciones públicas.
Habría que subrayar cuán oportuna es esta iniciativa, ante el ambiente tan polarizado que caracteriza a nuestra elite política, toda vez que la laicidad es una condición que favorece la convivencia social pacífica, el diálogo y hasta pedir perdón ante los excesos. También hay que valorarla frente a la derechización del Estado, después del conjunto de iniciativas legales retardatarias que desde el año 2000 se han presentado para incluir la llamada libertad religiosa, que es una confusa comprensión que vulnera la educación laica y la libertad de conciencia, con la cual voceros de “la Iglesia” quisieran imponer su visión al resto de la ciudadanía para que todos sus miembros tengan que pedirle permiso y perdón de sus actos.
Hay que recalcar finalmente la importancia geopolítica de la nueva iniciativa para fortalecer el Estado laico, cuando, desde hace dos décadas, Estados Unidos acusa una recuperación de lo religioso en el diseño de sus políticas públicas.
Ante este complejo panorama, me pregunto: ¿Quién tiene que perdonar a quién? ¿El provocador que en plena Catedral Metropolitana logra desprestigiar al movimiento de resistencia frente a la feligresía católica? ¿El obispo que siembra la cizaña entre católicos de diferente adscripción política? ¿El legislador que quiere terminar con la educación laica para imponer una sola visión a la ciudadanía? ¿El gobernante que busca manipular a las masas con mensajes “cristianos”, mientras apoya la invasión a otro país? ¿El político que protege a los jerarcas para no perder votos?
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