Raúl Zibechi
Después de los atentados del 11 de setiembre de 2001, los estrategas estadunidenses decidieron integrar su agencia para el desarrollo (USAID) a los planes de guerra contra el terrorismo. Así lo analiza la revista Military Review en su edición de septiembre-octubre y considera que la “ayuda humanitaria” de la superpotencia debe estar focalizada a “poblaciones y regiones consideradas de alto riesgo” con el objetivo de “negar refugio y financiamiento a los terroristas, al disminuir las condiciones subyacentes que causan que las poblaciones locales sean vulnerables al reclutamiento por parte de los terroristas”.
Los objetivos trazados por la “cooperación” del primer mundo hacia el tercero consisten, según esta estrategia, en “fortalecer una gobernabilidad efectiva y legítima, instrumentos claves para tratar con la contrainsurgencia”. El cambio surgido a raíz de los ataques terroristas a Estados Unidos fue colocar en un lugar destacado el “desarrollo”, a fin de complementarlo con las otras dos D, diplomacia y defensa, que hasta ese momento jugaban un papel central en el concepto de seguridad nacional diseñado por Washington. En el lenguaje militar, “el desarrollo refuerza la diplomacia y la defensa, reduciendo las amenazas de largo plazo a nuestra seguridad nacional, al ayudar a fortalecer sociedades estables, prósperas y pacíficas”.
Es bien conocido que para los estrategas estadunidenses el concepto de “guerra asimétrica” se ha convertido en un referente ineludible a la hora de planificar su futuro como superpotencia. Aceptan que la globalización ha trastocado las formas tradicionales de control social, al debilitar la presencia de los estados nacionales en vastas regiones del planeta, muy en particular en el sur. En muchas zonas, como las periferias urbanas, el problema es más grave, ya que los sectores populares urbanos se han desconectado a menudo de la economía formal. De ahí que hayan surgido actores no estatales que representan para el Pentágono un desafío mayúsculo, pues los generales se muestran convencidos de que las fuerzas estatales no podrán derrotar a los nuevos insurgentes.
La militarización de los pobres y los entornos físicos donde viven debe ser acompañada, por tanto, de “planes sociales” y formas de cooperación para promover el desarrollo que generen nuevas formas de control social capaces de sustituir a las que el propio sistema ha contribuido a neutralizar. Los estudios de análisis del terrorismo y la inestabilidad política identifican como factor clave la existencia de “grandes poblaciones, ya sea marginadas o privadas del derecho de voto y la exclusión del proceso político, como causas claves de inestabilidad”.
En muchas regiones y países la USAID y las fuerzas armadas se dedican a edificar o rehabilitar infraestructuras de educación, salud y servicios básicos, como agua, y buscan fortalecer la “capacidad institucional” de esas sociedades. Para impulsar el desarrollo buscan mejorar el “conocimiento cultural” de los otros y contratan legiones de cientistas sociales que son quienes implementan las políticas de desarrollo. Pero lo fundamental es comprender cómo la imposición de la democracia –en realidad se trata de un sistema electoral que reviste legitimidad a la dominación– y el desarrollo –entendido como los bienes mínimos a los que debe acceder la población para no morir– son formas de control social subordinadas a una estrategia de control de los recursos naturales, que a la vez mantenga a la gente en estado de dependencia.
En la etapa actual, los poderosos han comprendido que la paz social es condición para que los negocios funcionen bien. De no hacerlo así, el entramado económico se puede venir abajo. En septiembre pasado se realizó en Arequipa, Perú, la convención anual de empresas mineras que operan en ese país. Los cuadros directivos de una de las actividades más contaminantes del mundo, a quienes durante décadas nunca les importó la vida de la gente y las comunidades rurales, decidieron que el tema central de su encuentro debía consistir en resolver “la cuestión social”.
A escala planetaria, el Pentágono opera con la misma lógica. La democracia y el bienestar de la población son objetivos subordinados a la lógica de la supremacía militar, es decir, del dominio de los de arriba. El general Peter Chiarelli, comandante de la primera división de caballería de Estados Unidos en Irak, señaló que la penetración de su grupo se produjo el día de las elecciones organizadas por la coalición militar en el país ocupado (Military Review, noviembre-diciembre de 2005). En este punto la guerra subordina todos los demás aspectos, incluidos los negocios, ya que en adelante sólo es importante sostener, afirmar y potenciar el poder de los poderosos.
La cooperación al desarrollo forma parte del tránsito de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control, que se resume en formas diferentes de someter el afuera (encierro vs. regulación, según Foucault). Pero las sociedades de control son verdaderos regímenes de guerra, en los cuales, como adelantó Walter Benjamin, para los oprimidos “el estado de excepción es la regla”. Es la violencia la que funda el derecho, la economía, la democracia. Las crea y las mantiene mientras puede. Así lo reconocen también los manuales militares estadunidenses.
Pero la cooperación al desarrollo no es, por cierto, patrimonio exclusivo del Pentágono. Se ha convertido en una de las respuestas de arriba al poder de los movimientos o sociedades en movimiento. Es complementaria a la militarización o represión y, a menudo, su contracara. La militarización de las favelas de Río de Janeiro, por poner un ejemplo, no es en absoluto contradictoria con la implementación del Programa Hambre Cero.
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