Pedro Miguel
El 12 de diciembre de 1946 la Asamblea General de la ONU determinó por unanimidad (Resolución 39) que “en sus orígenes, naturaleza, estructura y conducta general, el régimen de Franco es un régimen fascista modelado sobre, y en gran medida establecido gracias a, la ayuda recibida de la Alemania nazi de Hitler y la Italia fascista de Mussolini”. No sólo eso: afirmó que “el gobierno fascista de Franco en España, impuesto por la fuerza al pueblo español con ayuda de las potencias del Eje, y que brindó asistencia material en la guerra a tales potencias, no representa al pueblo español”. Para entonces, el joven Joseph Ratzinger ya había sido liberado por los soldados aliados que lo pillaron en los alrededores de Ulm tratando de sacarse de encima el uniforme nazi, en los días finales de la Segunda Guerra Mundial. Libre de sospechas, el seminarista se dedicó a su carrera académica y, posteriormente, a escalar cargos en la burocracia vaticana. Con ese fin se disfrazó temporalmente de teólogo progresista durante el Concilio Vaticano II y luego –fuera máscaras– se rencontró en una intolerancia muy anterior al nazismo: el absolutismo medieval para el que resulta inconcebible la adaptación de la Iglesia a las nueva realidades sociales y la incorporación de los desarrollos del pensamiento humanista; en todo caso, que el mundo se ciña a la ortodoxia de la Iglesia. Con tales actitudes, el reaccionario Juan Pablo II lo designó para que acabara con la teología de la liberación y para que reprimiera el más tímido ensayo de aggiornamiento en las entrañas del Pelícano. En términos ideológicos, Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger eran almas gemelas, y el polaco dejó al alemán muy bien encaminado para sucederlo en el trono de Pedro.
El régimen franquista, por su parte, logró su propia exoneración gracias a los intereses geopolíticos de Estados Unidos durante la guerra fría. Washington jamás abogó por la democratización de España como lo hizo con los países de Europa oriental no porque los primeros estuvieran gobernados por dictaduras menos brutales, sino porque los gobernantes de Madrid acabaron siendo sus aliados. A Dwight Eisenhower se le olvidó que Franco era fascista en cuanto éste aceptó, a cambio de préstamos jugosos, la instalación de bases militares gringas en varios puntos de la piel del toro. A la postre, Franco logró meter en la ONU a sus representantes.
Muchos años después, superado el franquismo y en el esplendor de la España neoborbónica, el papado de Ratzinger beatifica a medio millar de españoles que fueron víctimas de las persecuciones anticlericales desatadas en España durante la II República –sí, claro que las hubo– o bien bajas de guerra del bando franquista. En la magna ceremonia vaticana no hubo una sola palabra de recuerdo para los cientos de miles de asesinados por el levantamiento militar de 1936 –activamente apoyado por la jerarquía eclesiástica local y por el Vaticano–, y por el feroz exterminio de opositores que se instauró tras la caída de la República.
El canciller Ángel Moratinos, muy agradecido, se apersonó en el ritual de beatificación. El gobierno al que pertenece también ha autorizado la permanencia de los símbolos fascistas en los templos católicos de España. Linda manera de impulsar la reconciliación nacional. Por su parte, Ratzinger ha hecho el favor de recordarle al mundo –por si alguien lo había olvidado o no le quedaba claro– en qué bando estuvo y sigue estando. Hace medio siglo la serpiente salió del huevo y hoy se muerde la cola.
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