Magdalena Gómez
La reciente aprobación de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas encuentra en México un escenario poco propicio para alcanzar justiciabilidad en el orden interno. Varios factores inciden: en primer lugar, la postura de la clase política que hegemoniza en el Congreso de la Unión: nos referimos a la dupla PRIAN, mientras el PRD no logra remontar de manera unánime el impacto de la postura que asumió su fracción en el Senado en 2001. Por otra parte, las organizaciones vinculadas al Congreso Nacional Indígena tienen fundada desconfianza en la posibilidad de que se modifique la contrarreforma que dio al traste con el proceso de diálogo entre el EZLN y el gobierno federal, desvirtuando el contenido de los acuerdos de San Andrés.
En el primer caso, un indicador del escaso o nulo interés en los pueblos indígenas es la agenda de la reforma del Estado, en la que brilla por su ausencia la reflexión y propuesta en esta materia. Sus prioridades son más bien endogámicas y responden a la necesidad de revisar sus reglas de juego sin consideración siquiera a la apertura de espacios de democracia participativa. En el caso de quien ocupa el Ejecutivo no se le ven las mínimas señales de voluntad para asumir en serio la implicación del contenido de la Declaración; basta ver la orientación regresiva de la actual política indigenista.
En correspondencia con esta realidad, en el reciente Encuentro de Pueblos Indígenas de América, realizado en Vícam, Sonora, sencillamente no se destacó la demanda por el reconocimiento de derechos y la aplicación de la Declaración de la ONU. El movimiento está en otra dinámica.
Si a ello sumamos que la naturaleza jurídica de la Declaración deja su aplicación a expensas de la voluntad política de los estados, nos encontramos con un panorama frágil, por decir lo menos. Llamó la atención que el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-Moon, en el comunicado oficial del pasado 13 de septiembre señaló que, aunque la declaración no es jurídicamente vinculante, supone un instrumento legal internacional que ayudará a proteger a los indígenas contra la discriminación y marginación, y subrayó: “La declaración será vinculante para los gobiernos si promulgan leyes nacionales para reconocer el documento”. Hasta hoy el único Estado que ha hecho eco de la recomendación es la República de Bolivia, que ya convirtió en ley la Declaración universal de derechos de los pueblos indígenas.
Pese a la situación descrita, hay inquietud en algunos sectores por conocer cuáles serían los espacios posibles de impacto de la declaración. Por ello es importante que se conozca su contenido, se analice el contraste del mismo frente a lo que hoy establece la Constitución General en nuestro país, en particular que se tome en cuenta que uno de los derechos claves en el documento internacional es el relativo a la libre determinación y a la autonomía para disponer de sus territorios y recursos naturales, señalando que se refiere a los que “tradicionalmente han poseído u ocupado”; también se refiere a la necesidad de contar con el consentimiento libre e informado antes de que el Estado realice algún proyecto, incluye dentro del patrimonio de los pueblos indígenas los recursos genéticos, etcétera. Como vemos, hay un claro antagonismo con la lógica privatizadora dominante.
Por lo demás, de regularse en nuestro país tendría que ser en la Constitución General, ya que la materia es de competencia federal. Este punto es importante porque en algunas entidades se está promoviendo legislación en el contexto de la Declaración de la ONU y habría que estar muy claros de que los márgenes de regulación a ese nivel son muy estrechos.
Por otra parte, habría que considerar el impacto político de sepultar definitivamente la aspiración de que se derogue la contrarreforma indígena de 2001, si se entra al juego de reformitas locales marginales que en última instancia irían en concordancia con el vaciamiento de los acuerdos de San Andrés que se realizó en el texto actual del artículo segundo constitucional. Si bien formalmente la Declaración da respaldo para que se amplíe el marco de derechos a los pueblos indígenas y se vaya más allá incluso de lo pactado entre el EZLN y el gobierno federal en 1996, no podemos engañarnos sobre la fuerza política que se requiere para lograr tal objetivo.
Por ejemplo, hoy se cuenta con el reconocimiento parcial de algunos de los derechos de los pueblos indígenas, pero ni siquiera esos precarios derechos se han cumplido. Es el caso del derecho al traductor e intérprete: en 20 años no se ha logrado concretar un programa nacional de formación y profesionalización de traductores en lenguas indígenas. De estas realidades lamentables hablamos, más allá del voluntarismo discursivo y formalista.
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