Luis Hernández Navarro
Un alto mando del Ejército Mexicano, con larga experiencia en el trato con Washington, resume en tres consejos la relación que las fuerzas armadas deben tener en la cooperación con Estados Unidos: “A los estadunidenses –dice– hay que cumplirles lo que se les ofrece, no ofrecerles lo que no se va a cumplir y no abrirles la puerta para que pasen porque si no, no se les saca nunca…”
La lección tiene como sustrato una amarga y compleja historia de forcejeo silencioso y colaboración de baja intensidad. Una historia marcada por el hecho de que el Ejército Mexicano mantiene una doctrina militar propia, atravesada por el nacionalismo.
Estas advertencias, sin embargo, las pasó por alto el gobierno mexicano en sus negociaciones con la Casa Blanca. Con el beneplácito de Los Pinos, el 22 de octubre de 2007, el presidente George W. Bush dio un paso más en su plan de correr la frontera de su país un poco más hacia el sur. O, si se quiere, avanzó en sus planes de relocalizar sus conflictos en otros territorios. La agenda de la seguridad estadunidense, su doctrina, se han convertido, más de lo que ya eran, en un asunto mexicano.
Ese día, el mandatario estadunidense pidió al Congreso un presupuesto de 550 millones de dólares como “financiamiento de emergencia para otras actividades críticas de seguridad nacional”, entre las que mencionó la “asistencia vital a nuestros socios en México y Centroamérica, quienes están trabajando para vencer a los cárteles de la droga, combatir el crimen organizado y detener el tráfico humano. Todas esas son prioridades urgentes de Estados Unidos, y el Congreso debe financiarlas sin demora”.
La partida se presentó como anexo de una propuesta por 46 mil millones de dólares para sostener las intervenciones militares en Afganistán e Irak. Un acto simbólico. Para Washington, las relaciones con México son una pieza más del rompecabezas bélico global. La guerra sigue siendo el poder constituyente desde el que quiere trazar la nueva geografía planetaria.
En un hecho que anticipa cómo se van a manejar las cosas, el anuncio de la iniciativa fue una medida unilateral, a pesar de ser un programa binacional. Durante días se habló de que los mandatarios de Estados Unidos y México darían a conocer a la opinión pública el proyecto de manera conjunta. No fue así. Finalmente fue George W. Bush quien lo difundió.
El programa de cooperación tiene como telón de fondo la creciente importancia de México como abastecedor de drogas ilícitas a Estados Unidos, el crecimiento de la narcoviolencia y el incremento de la migración indocumentada.
El plan coloca el combate a las drogas, la delincuencia y el terrorismo en territorio mexicano como una de las “necesidades críticas” de la seguridad nacional estadunidense. Al hacerlo, abre las puertas para que actúen impunemente y sin control policías de su vecino del norte.
Simultáneamente, en su frontera sur, el gobierno mexicano hace el trabajo sucio a la administración de Bush. Se ha vuelto su gendarme y se prepara para levantar una valla que frene el paso de indocumentados centroamericanos, ubicada a 3 mil kilómetros de distancia de donde Washington construye un muro para evitar el paso de mexicanos sin papeles.
La Iniciativa forma parte, además, del intento de la Casa Blanca por contener la expansión continental de alternativas al neoliberalismo. Según El País (21/10/07), en una reunión con Diálogo Interamericano, Stephen Jonson, subsecretario del Departamento de Defensa, vinculó en términos estratégicos este acuerdo a la amenaza que Estados Unidos y algunos aliados sienten por el ascenso del presidente venezolano Hugo Chávez y los gobiernos de Ecuador, Bolivia o Nicaragua.
Presentada como “un nuevo paradigma de cooperación en materia de seguridad”, la Iniciativa Mérida coloca un nuevo piso en la edificación que sirve de marco a la colaboración en torno a las cuestiones de seguridad establecidos. Un edificio del que forman parte, entre otros, el Plan Antinarcóticos de la Frontera Suroeste, el Comando Norte y la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN). Este nuevo piso implica una participación mucho mayor de Estados Unidos en asuntos de seguridad pública y nacional mexicanos.
En 2002 el Ejército Mexicano sostuvo que no se involucraría en el Comando Norte, proyecto de transformación de las fuerzas armadas continentales impulsado por Estados Unidos en el contexto de su guerra contra el terrorismo. No obstante ello, recibe entrenamiento militar en Fort Bragg y Fort Benning, la Fuerza Aérea ha obtenido tecnología para el desarrollo de una plataforma de vigilancia aérea y la Armada recibe fragatas destructoras. Sin embargo, este nivel de relación es insuficiente en la lógica estadunidense. Como muestra un informe de la Oficina de Contabilidad Gubernamental (GAO, por sus siglas en inglés) –La Jornada, 21/9/07–, la prioridad central del Pentágono consiste en la participación del Ejército Mexicano en un esquema de cooperación que pase de la fase actual de entrenamiento y disposición de equipo a la fase de coordinación, que en la doctrina se conoce como interoperabilidad de los cuerpos militares. El Plan México sería uno de los instrumentos para obligar a dar este paso.
La alarma que la Iniciativa Mérida ha provocado en una parte importante de las fuerzas políticas del país no es expresión de un nacionalismo trasnochado. Se trata, por el contrario, de una sana reacción a un peligro real: el que proviene de la pretensión estadunidense de correr sus fronteras hacia el sur, transformar la doctrina militar de nuestro Ejército y convertirnos en maquiladores de su seguridad.
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