Octavio Rodríguez Araujo
El 8 y el 9 de diciembre se llevó a cabo una reunión de representantes de partidos de izquierda radical en Italia. Su idea es muy clara y un buen ejemplo para México si se hace abstracción de las diferencias entre ambos países.
Se han planteado poner término a las viejas disputas, a los rencores y a las querellas personales. Bajo el símbolo de la S (sinistra, izquierda) los dos partidos comunistas (Refundación –PRC– y Comunistas Italianos –PDCI–), junto con Izquierda Democrática y los Verdes, se han propuesto unirse contra el centro y la derecha, posiciones ambas defensoras de las formas neoliberales de ejercicio del poder. Electoralmente no ven otra opción, y tienen razón. Si los partidos de izquierda se mantienen divididos el centro-derecha y la derecha (aliada a la ultraderecha) seguirán al frente de los destinos de ese país europeo. Se trataría de ganar una nueva mayoría de centro-izquierda capaz de conquistar el gobierno de la península e imprimirle un giro hacia la izquierda a las políticas públicas que, hasta ahora, no han resuelto los problemas más urgentes de las mayorías italianas ni las desigualdades sociales cada vez más evidentes.
En México se ha abierto un debate en el mismo sentido, y la paradoja del asunto es que, en lugar de aceptarlo y hacerlo propio, hay quienes ven la propuesta de la unidad como una posible trampa de un grupo del PRD para ganar la hegemonía en las próximas elecciones internas de su dirección. La desconfianza en el origen de la propuesta (en este caso del senador Carlos Navarrete, de Nueva Izquierda) parece ser el ingrediente dominante para que quienes no pertenecen a esa corriente la rechacen. Error. Con independencia de quien la haya propuesto, la idea es no sólo atendible, sino necesaria, y más cuando se ha visto que entre el PAN y el PRI las diferencias son menores que las semejanzas y que los intereses comunes a la hora del reparto de cuotas de poder.
El país no vive más en los tiempos de la reforma electoral de 1977. En aquellos años los partidos representaban ideologías claramente definidas y propuestas de gobierno incompatibles. Reyes Heroles, entonces secretario de Gobernación, decía que la reforma política tenía la intención de que estuviera representado, como opción electoral, el mosaico ideológico de México. Eran los tiempos en que todavía se discutía (entre las izquierdas) sobre el socialismo como objetivo y las distintas estrategias para alcanzarlo. Reforma o revolución era una disyuntiva que se creía vigente (aunque en realidad, como sabemos ahora, no lo fuera. No, al menos como se concebía en aquellos años. Recuérdese que la revolución triunfó, relativamente, en 1979 en Nicaragua). En estos días, en cambio, la opción revolucionaria no es defendida por nadie, salvo por pequeños grupúsculos ultraizquierdistas que suelen hacer abstracción de su propia realidad, ésta, por cierto, más débil que en el pasado.
Los partidos de izquierda de hoy (2007) son reformistas y no sólo participan electoralmente, sino que quieren ganar espacios de poder, aunque sea por razones de subsistencia. Los pequeños de estos partidos han buscado alianza con el PRD por tal pragmática razón. Solos ya hubieran perdido su registro. Aunque lo critiquen, López Obrador les dio un respiro. Sin él, muchos de quienes son senadores y diputados estarían buscando trabajo o alianzas con quienes ahora critican tímidamente para no autoexcluirse o para no ser excluidos en el caso de que les falle, en 2009, su dudoso compromiso en el Frente Amplio Progresista (FAP).
Cierto es que tenemos una izquierda muy entre comillas. Llamarla centro-izquierda sería más preciso. Así tenía que ser, no deberíamos de sorprendernos. Desde la reforma de 1977 se vio, para quien haya querido ver, que con las prerrogativas y el registro en lo que era la Comisión Federal Electoral (ahora IFE) los partidos, incluso los que se autodenominaban revolucionarios y de izquierda radical, se desdibujarían ideológicamente o terminarían por perder su estatuto legal como partidos políticos electorales. De alguna manera ocurrieron las dos cosas y, salvo los “puros” que tienen sus ingresos asegurados en la academia o en negocios propios, muchos de sus militantes están ahora en alguno de los partidos de centro-izquierda con registro, haciendo política como aprendieron a hacerla muy a su pesar y con quienes hace 30 años no se hubieran sentado ante la misma mesa, ni siquiera en un restaurante.
De la misma manera que Federico Engels comprendió que en 1895 la izquierda y los trabajadores no vivían las condiciones revolucionarias de 1848 en varios países de Europa ni de 1871 en París, hoy debería comprenderse que la opción de la izquierda “realmente existente” es la unidad para competir y ganarle a la derecha que no sólo está en el poder federal, es decir, de la nación, sino en la mayoría de los estados de la República (me refiero a los gobiernos panistas y priístas). Y esta unidad tiene que darse contra el centro-derecha y contra la derecha, a la vez que posponiendo sus diferencias políticas (y de otra índole) tanto de grupos como de personas. Si esta unión significa fortalecer el FAP o crear un nuevo partido tipo frente amplio, como ha ocurrido en otros países, deberá hacerse so pena de perder incluso la segunda mayoría en la Cámara de Diputados en 2009 y, eventualmente, las elecciones para el cambio de poderes en 2012.
La alternativa no parece ser muy difícil de entender. ¿Habrá otra?
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario