Chiapas
Fernando Montiel T.
Veinticinco años han pasado desde que la derecha informal (la llamada “tecnocracia”) llegó a la silla presidencial en México. Catorce han transcurrido desde que se escuchó el ¡Ya basta! de los zapatistas en el mundo. Diez más desde que ocurrió Acteal que -como bien dijo un especialista en San Cristóbal de las Casas- “Ha sido la peor matanza indígena desde la de Cholula en tiempos de Hernán Cortés”. Siete años corrido también bajo la batuta de la derecha formal y en todo este tiempo, poco, muy poco se puede presumir como una mejora.
De Chiapas hoy se sabe poco y lo que se sabe, se sabe mal. Los defensores más radicales y los opositores más férreos del zapatismo tienden a incurrir en los mismos vicios: simplificación, exageración, desconocimiento. ¿Quién fue el que dijo que los extremos siempre se tocan? Quien haya sido lo habría repetido de haber estado en Chiapas en fechas recientes. Muchos de quienes censuran la histórica explotación del indígena son explotadores en sí mismos de los mismos sujetos que dicen defender. En circuitos internacionales se les conoce como “traficantes del desarrollo”. Para ellos el sufrimiento ajeno es una industria: han aprendido a vivir de él. Buscan programas de asistencia mediante créditos internacionales de organizaciones para el desarrollo con la excusa de emprender proyectos para las comunidades indígenas… y los consiguen. ¿Y las comunidades? Normalmente siguen en las mismas. La corrupción en muchas (que no en todas) las organizaciones no gubernamentales es un hecho evidente que a veces a la izquierda le cuesta reconocer. Una trabajadora de una fundación alemana lo puso con todas sus letras “mira, un hecho que aquí todos saben pero que no se dice en voz alta es que si se resolviera “el conflicto” en Chiapas muchos se quedarían sin trabajo”. No hablaba de funcionarios de gobierno, sino de “trabajadores” para el desarrollo en ONG´s. En esta lógica, dramatizar, amedrentar, ofrecer visiones empañadas de la realidad y hablar en nombre del otro son apenas algunas de las estrategias para conservar “el empleo” de cierto sector en el área del conflicto en el sureste mexicano. ¿Cómo es esto diferente de aquellos burócratas que matan el tiempo administrando la miseria de los muchos en periodos sexenales esperando un cheque quincenal? La respuesta es sencilla: no es diferente. Los extremos pues, efectivamente se tocan.
El modus vivendi adoptado por todos estos actores es funcional para la organización de viajes de turismo revolucionario para los neófitos en el tema, pero su utilidad práctica en la tarea de comenzar a eliminar las raíces de la miseria y la exclusión son limitadas, cuando no nulas. Definir al enemigo es algo sencillo: es el gobierno federal, es el ejército, es el gobierno del Estado, son las autoridades, el capitalismo, el neoliberalismo dirán algunos. No, son los comunistas, los guerrilleros, los revoltosos, los holgazanes, los pobres, los marxistas dirán los otros. Eso no tiene ningún problema: un río de palabras podría nacer entre las recriminaciones mutuas entre organizaciones no gubernamentales, instancias de gobierno en todos sus niveles y medios de comunicación, oficiales y alternativos. Mientras tanto, los otros, los sujetos del debate, siguen –y seguirán- muriendo de lo que siempre han muerto.
Para toda regla existen excepciones, sin duda, y en Chiapas hay muchas de estas, en todos los grupos ¿pero son suficientes? No, no lo son –al menos, no todavía. Y es entonces que se vislumbra ya la violencia que viene.
El paramilitarismo comienza a crecer una vez más. Si en el pasado fue política oficial del gobierno federal y alcanzó su punto más álgido con los 45 asesinados en Acteal, con el tiempo, la denuncia, la lucha social y la indignación moral el fenómeno paramilitar regresó gradualmente al anonimato. Hasta hace algún tiempo Máscara Roja y Paz y Justicia entre otros ya aparecían sólo como un mal sueño, como una pesadilla, pero de la que ya se había despertado, pero hoy las cosas están cambiando.
El fenómeno tiene un correlato en las filas de la insurgencia. No estamos hablando de la rebeldía artística, política y poética de los zapatistas, sino de la lucha armada más tradicional, la mística político-militar con la que opera el EPR, mística de la que en su momento el zapatismo se deslindo –incluso públicamente- pero que hoy comienza a dar señas de acción y reacción. ¿Dónde están los dos desaparecidos? “Muertos” –respondió un funcionario del gobierno del Estado- “tal vez se les pasó la mano y obviamente los desaparecieron”. ¿Fue el ejército? –pregunté- “No, seguramente fue la Agencia Federal de Investigaciones o al Policía Federal Preventiva, el Ejército sabe lo que es provocar de ese modo al EPR, por eso no lo harían”. Respecto al EPR aplican con precisión las palabras que pronunciara el Subcomandante Marcos algunos años atrás: podrán cuestionar los métodos, pero no las causas.
En Chiapas la polarización está creciendo, con el paramilitarismo y con el endurecimiento de las insurgencias armadas, pero no son las únicas causas. La agudización de las diferencias se agrava con el endurecimiento rampante del Estado en la esfera federal: para Felipe Calderón no hay diferencias entre organizaciones como el EZLN y el EPR o el ERPI. Para él son iguales. Como iguales son también la ARIC, la ARIC Independiente, la ORCAO y muchas otras organizaciones sociales en Chiapas con los tres grupos anteriores. Para el gobierno federal todos son opositores y todos merecen el mismo trato. Si durante Vicente Fox la apuesta fue a que el conflicto se pudriera en la selva y el monte, con Calderón la apuesta es amputar a los rebeldes del tejido social, independientemente de si se trata de guerrillas u organizaciones sociales. El impasse relativo que vivió Chiapas en los últimos años ha quedado roto con el arribo del nuevo gobierno estatal. La alineación de intereses entre ambos no permite pronósticos optimistas.
Una vez más, existe un efecto espejo en la sociedad. A un año del fraude electoral en todo el país existe una organización latente cuya cabeza visible es Andrés Manuel López Obrador. Los tiempos ajustan a la perfección: bicentenario de la independencia, centenario de la revolución. Andrés Manuel López Obrador como Cuauhtémoc Cárdenas lo hiciera casi veinte años atrás salvó muchas vidas al invitar a la lucha pacífica por la democracia: el combate por otros medios. Como a Cárdenas en 1988, a López Obrador en 2008 lo ha rebasado ya el movimiento: son las causas las que importan, no sus iniciadores. Amas de casa, obreros, trabajadores de cuello blanco, agricultores, burócratas, estudiantes, indígenas, empresarios (sí, empresarios) y muchos otros sienten que algo viene (y lo sienten porque no lo saben a ciencia cierta). Algo viene. ¿Violencia? Tal vez. ¿Un cambio? Sin duda. ¿Qué será?
Sobre la base del mercadeo de la miseria, de la polarización militar y de la represión política, la exclusión social y el hambre siguen siendo la matriz de todas las desventuras del pasado, del presente y de las que vienen en el futuro en Chiapas. Se podría pontificar sobre lo que debe hacerse y no se ha hecho, y podemos entrar al juego de seguir señalando actos de comisión y omisión de todos contra todos, pero cada quien sabe lo que ha hecho y lo que ha dejado de hacer para que las cosas estén como estén. Hoy hablamos de años, de veinticinco, de catorce, de diez, de siete, de uno, pero el tiempo se puede detener. Puede no haber futuro si se cancela el presente. El tiempo no es ilimitado y dicen por ahí que no hay plazo que no se cumpla. En Chiapas -¿cómo en Guerrero? ¿Oaxaca? ¿la capital?- la violencia abierta (ya no se diga la estructural y la cultural) asoma ya el hocico en el horizonte. “Va a comenzar en Ocosingo” me comentaron. No importa donde empiece, lo importante es que ya viene, algo habrá que hacer.
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