Editorial
La Cámara de Diputados aprobó ayer, con 366 votos en favor, 53 en contra y ocho abstenciones, el dictamen de reformas a la Constitución en materia judicial elaborado, con base en una propuesta del Ejecutivo federal, por la Comisión de Justicia del organismo legislativo. Las modificaciones prevén medidas como la extinción de dominio, la atribución de facultades extraordinarias al Ministerio Público (MP) y a los cuerpos policiacos –que les permitirán, entre otras cosas, practicar aprehensiones y cateos sin orden judicial–, y el acceso de las autoridades a los datos personales y bancarios de los sospechosos. Aunque se asegura que estas disposiciones son necesarias para garantizar la seguridad pública y el estado de derecho, han sido severamente criticadas por especialistas en materia penal y organizaciones de derechos humanos: penalistas como Alonso Aguilar Zinser, Juan Velásquez, Xavier Olea, Víctor Carrancá y Juventino Castro señalaron que se trata de una “reforma inquisitorial” que podría llevar al país a un “Estado policial”; de su lado, el presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, José Luis Soberanes, manifestó su preocupación por la enmienda constitucional, e indicó que “lo que hay que hacer es ampliar los derechos humanos, no reducirlos”.
Es innegable que el Estado debe contar con instrumentos jurídicos para luchar contra el crimen organizado, pero éstos nunca deben pasar por el recorte de las garantías individuales. Por lo que hace a estas reformas, su aprobación constituye, precisamente, un duro golpe a la de por sí delicada situación que enfrenta la procuración de los derechos humanos en el país, e implica un grave retroceso en materia de impartición de justicia. Su carácter autoritario radica, en buena medida, en que coloca a la ciudadanía en grave indefensión ante las autoridades.
Las disposiciones previstas en el marco de la reforma judicial transgreden frontalmente el principio de presunción de inocencia, pues prevén la imposición de sanciones por mera sospecha de culpa por parte de cualquier policía, lo que no es un peligro menor en un país en el que las corporaciones policiales y el propio MP son de las instituciones menos confiables, y no sólo porque sus elementos carezcan de la capacitación necesaria en materia de legalidad sino porque, como lo sabe cualquiera, es casi imperceptible la frontera entre las filas de los cuerpos policiales y la propia delincuencia organizada. En ese contexto, resulta legítimo temer que las medidas aprobadas ayer servirán más para ensañarse contra las libertades ciudadanas y para atropellar o extorsionar a inocentes que para afectar las actividades de las organizaciones criminales.
Es alarmante, además, que esta reforma se apruebe con el telón de fondo de un gobierno federal que carece de un compromiso real en materia de derechos humanos, como ha quedado de manifiesto con los señalamientos recientes de la directora para América Latina del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (Cejil, por sus siglas en inglés), Soraya Long, en el sentido de que el gobierno federal ha hecho caso omiso a las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en las que se concluye la participación del Estado en episodios de graves violaciones a las garantías individuales.
En suma, la aprobación de la reforma judicial es un hecho grave e inadmisible, pues incluye medidas que no pueden justificarse en un estado de derecho, mucho menos con el argumento de que son imprescindibles para garantizar la seguridad de los ciudadanos. La sociedad debe exigir a los legisladores de los congresos estatales que, en atención a su deber como representantes populares, actúen conforme a los intereses y el bienestar de la ciudadanía, e impidan el paso de esta modificación constitucional que abre un margen inadmisible para el atropello.
Recientemente, la mayoría de los magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación decidieron exonerar de toda culpa al gobernador de Puebla, Mario Marín, pese a que el país entero escuchó las grabaciones en las que éste conspiraba con el empresario Kamel Nacif para violar los derechos humanos de la periodista Lydia Cacho. Ahora, el Congreso de la Unión pretende incrustar en la Carta Magna disposiciones que van en contra de las garantías individuales. Ambos episodios alimentan sobradamente el repudio de amplios sectores de la población a la institucionalidad política del país y obligan a reconocer que, paradójicamente, desde las máximas instancias legislativas y judiciales se está socavando el estado de derecho.
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