Miguel Concha
Hace tres semanas tuve la oportunidad de participar en un seminario-taller en Guatemala sobre tres conceptos: el filosófico de la memoria, el político de la resistencia y el teológico de martirio. Con tal motivo, uno de los días nos trasladamos a la Baja Verapaz, uno de los departamentos en los que se concentró la violencia estatal, en el periodo más sanguinario de las operaciones militares.
En la aldea montañosa de Plan de Sánchez –lugar donde la tarde del domingo 18 de julio de 1982 fueron cruelmente ejecutadas durante seis horas y luego incineradas (para no dejar rastro) por el ejército, las denominadas patrullas de autodefensa civil, las llamadas comisiones militares (paramilitares) y las designadas como Judiciales, 184 personas pertenecientes a la etnia achí, (ancianos, hombres, mujeres y niños, muchos de ellos de pecho y estrellados contra las piedras)–, nos encontramos una ermita edificada con espíritu de resistencia por 20 de los sobrevivientes y descendientes de las víctimas, en los lugares donde éstas fueron vejadas, violadas y masacradas, y encima de los restos que pudieron ser rescatados, con el propósito valiente de perpetuar la memoria, reclamar justicia y exigir que en el futuro no se repitan tales extremos de barbarie.
No hay que olvidar, en efecto, que de acuerdo con la Comisión para el Esclarecimiento Histórico –creada por la ONU el 26 de diciembre de 1994, como elemento indispensable para el establecimiento de la paz–, durante el conflicto armado de Guatemala hubo más de 60 mil violaciones graves de los derechos humanos, que en varios casos califican técnicamente de genocidio, como en los cuatro lugares de masacres que estudió: la región q’anjob’al y chuj del norte de Huehuetenango, la región ixil del Quiché, la región k’iche’ de Zacualpa y la región achí de Verapaz.
Además, en su informe, significativamente titulado Memoria del silencio, consigna que de cada 100 crímenes, casi 84 fueron contra indígenas mayas, por lo que tales hechos deben más bien calificarse como etnocidio, y que los objetivos de la política de tierra arrasada y la estrategia del terror de aquella “guerra irregular” o de “contrainsurgencia”, eran no sólo desarticular el tejido social de las comunidades y destruir deliberadamente sus culturas, sino culpabilizarlas por sus justas reivindicaciones, vaciar de dignidad a las personas, despojarlas de todas sus propiedades, infundirles miedo y enfrentarlas entre ellas.
Junto con el dolor y la tristeza quedan también las secuelas de aquella pesadilla, de la que todos deberíamos ser capaces de aprender, y tendrán que pasar muchos años antes de que puedan sanar las profundas heridas y se establezca, sobre bases firmes, un proceso de reconciliación social. Hoy, sin recordar los agravios, tienen que convivir víctimas y victimarios.
De regreso a Rabinal, la cabecera municipal, visitamos el Museo de la Memoria, donde fortalecidos por las gestiones de organismos internacionales de derechos humanos los familiares de las víctimas exhiben centenas de fotografías de las personas sacrificadas, y pudimos escuchar las narraciones desgarradoras de otros siete sobrevivientes (dos de la comunidad de Río Negro, cuatro de Plan de Sánchez y uno de la comunidad de Chichupac).
No es posible olvidar a algunos de ellos apuntando con el dedo a su papá, a su hermano, a su tío, a su primo, a su sobrino, ni dejar de escuchar la narración de una mujer que con angustia todavía se pregunta por qué a ella la dejaron viva durante una de las masacres cuando era niña, pues todavía considera que su destino era también estar muerta; ni a otra, sacando fuerzas de quién sabe dónde, para contar cómo fue secuestrada por el teniente para ser su “amante”, y posteriormente entregada como esclava a la esposa de éste.
En la noche nos dirigimos a visitar el cementerio de los pobres de Rabinal, lugar en el que se encuentran varios monumentos con centenas de nombres de las personas sacrificadas, y cuyos restos se han podido identificar. Todos ellos encabezados por la impactante leyenda “La memoria de los vivos es la vida de los muertos”.
Todo esto nos hizo reflexionar en vivo que la memoria, tan rebajada y desdeñada por el pensamiento filosófico y jurídico racionalista, cumple en efecto una función epistémica del presente, pues no se preocupa efectivamente de todo el pasado, sino del pasado ausente del presente, y que gracias a ella es como podemos construir de manera diferente el futuro. Es, además, condición indispensable para la justicia, pues sin ella no hay justicia, ya que el olvido ataca, destruye o disuelve la verdad y la existencia de la injusticia.
Pudimos comprender mejor que para que haya memoria, es también indispensable la denuncia de las víctimas y/o experimentar fuertemente su sufrimiento, y que por ello los victimarios recurren a métodos deshumanizantes para cometer sus crímenes, y quieren después cancelar toda huella. Sin embargo, pudimos comprobar también que los pueblos indígenas resisten con vigor a todo propósito de ser aniquilados, y que entre ellos hay muchos que fieles a su fe religiosa, sea esta maya, cristiana o cristiano-maya, han sabido siempre dar la vida por sus hermanos. Son verdaderos mártires.
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