Tanalís Padilla*
La imagen captada por Pedro Pardo del desalojo de los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa que tomaron la caseta de cobro en la Autopista del Sol, es impactante en sí misma: un joven normalista yace postrado sobre el asfalto bajo la bota de un elemento de la Policía Federal Preventiva (La Jornada 1/12/07). Esta foto adquiere un dramatismo adicional al contrastarla con el famoso mural de Diego Rivera La maestra rural que adorna el interior de la SEP. En esta pintura se ve a una maestra impartiendo clase a un pequeño grupo de alumnos en pleno campo. En el trasfondo, campesinos labran la tierra y al lado izquierdo del círculo educativo se encuentra un soldado montado a caballo con un rifle, que promete proteger los logros de la Revolución, entre ellos las normales rurales.
Ambas imágenes revelan la voluntad del normalismo rural por sobrevivir en condiciones adversas. Pero la del muralista muestra a un Estado con empeño de proteger a estas instituciones, mientras que la del pasado 30 de noviembre es un crudo símbolo del asalto que han sufrido las normales rurales desde la década de los 60. De por sí la tenían difícil.
Desde su nacimiento en 1922, estas escuelas contaron con pocos recursos y persistieron en parte gracias a la dedicación de sus maestros, el apoyo y sostenimiento que las comunidades les brindaron y la voluntad de sus estudiantes, que encontraron en ellas la única posibilidad de acceso a una profesión. Las normales rurales fueron parte importante de la política agraria que en algún momento se preocupó por la población del campo.
Pero en las últimas cuatro décadas estas instituciones no sólo han sido víctimas del abandono al México profundo, también han sufrido un abierto ataque por parte del Estado. Una de las agresiones más fuertes provino del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz cuando, en 1969, cerró 15 de las 29 normales rurales, por considerarlas “nidos comunistas”. En vez de resolver las carencias que hacían de las normales centros de malestar, o de atender demandas agrarias que unían a campesinos y normalistas, el gobierno tildó a los estudiantes de comunistas, agitadores y guerrilleros. Las normales rurales fueron objeto de cuidadosa vigilancia por parte de agentes de Gobernación, y lo que ellos y sus superiores reportaron se parece bastante a lo que ahora se vive en Ayotzinapa.
Con algunas variantes, la historia se ha repetido una y otra vez en todas las normales rurales de México. En 1964, por ejemplo, los informes de la Secretaría de Gobernación, que hoy pueden consultarse en el Archivo General de la Nación, señalan que, de las normales rurales de Saucillo y Salaices están saliendo maestros que “al ingresar al servicio constituyen verdaderos problemas en las comunidades de adscripción, con actitudes anarquizantes, provocando confusión y desorientación especialmente en los grupos campesinos” (100-5-1-64; L 8, H 52-24). No obstante esta caracterización, otros documentos dan cuenta de que los normalistas asesoran fielmente a sus comunidades. Esta conexión orgánica entre los estudiantes de las normales rurales y la población del campo constituye un núcleo más amplio de resistencia que ha contribuido a la habilidad de las normales de resistir. De esto también dan fe los documentos oficiales, aunque de una forma confusa. Así, en referencia a un movimiento en la Normal Rural de Celaya, el informe reporta que los campesinos “no ven con simpatía los movimientos de agitación, aunque sí apoyan moralmente las peticiones de los estudiantes” (63-19-969; L 5, H 26-33). Esta visión oficial, que confunde el compromiso político con lo que el actual presidente del Congreso de Guerrero caracterizó como “una estrategia de llamarle movimiento social a todo aquello que les permita violar la ley”, ignora el papel del gobierno en crear condiciones que no dejan otra alternativa. Esto lo han reconocido desde tiempo atrás los propios normalistas. Así lo señalaron en 1969 estudiantes de Salaices. “Siempre –dijeron– los oímos [a los gobernantes] hablar en defensa del ‘régimen de derecho’, de la legalidad de los procedimientos y siempre condenan a los que reclaman y ejercen un derecho” (100-5-1-66, L 17; H 290-296).
El gobierno ha reconocido la base ideológica de los movimientos normalistas y con frecuencia expulsó a activistas, prohibió sociedades de alumnos y amenazó con responder a su actividad política mediante el cese de alimentación, electricidad y agua potable. Asimismo la SEP ha intentado eliminar los internados y profesionalizar las normales rurales para “reducir las posibilidades de que cualquier movimiento cobre auge por motivos de la suspensión del alimento y hospedaje” (63-19-67; L 2, H 159). Se trata de una lógica parecida al razonamiento del presidente George W. Bush, quien consideró la tala de bosques una buena forma de prevenir los incendios forestales.
La radicalidad política que el gobierno ha querido atribuir a las normales rurales como justificación para terminar con ellas oculta la extremidad de su propia respuesta a peticiones de carácter muy sencillo. Desde años atrás la política de Estado se ha caracterizado por una militarización que incluye la toma de escuelas, la instlación de retenes y el encarcelamiento de estudiantes y maestros. Bien denunciaban normalistas en Chihuahua en 1966: “tenemos un gobierno cada vez más aferrado a la idea de que sólo con órdenes militares se resuelven los problemas y un pueblo cada vez más decidido a hacer valer sus derechos” (100-5-3-66; L 4, H 362-363). Esta proclama se hacía en referencia a una política oficial de intransigencia que finalmente llevó a un grupo de jóvenes a intentar tomar el cuartel de Ciudad Madera, en un estado donde el gobernador caracterizaría a las normales rurales como “kínderes bolcheviques”. Pero meses antes del asalto, normalistas se manifestaban en el jardín principal de la ciudad de Chihuahua con mantas que registraban un sencillo, pero crudo dato: “Miles de niños sin escuela; 202 maestros sin plazas” (100-5-3-65; L 2, H 344-345).
A miles de kilómetros de distancia y más de cuatro décadas después, los normalistas de Ayotzinapa llevan la misma consigna que sus antecesores en Chihuahua y, por lo visto, los funcionarios públicos de Guerrero siguen pensando que las normales rurales son “kínderes bolcheviques”.
* Doctora en historia y profesora de la Universidad de Dartmouth
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