Editorial
Con la imposición de una dirigencia partidista irregular y cuestionada, consumada el pasado domingo durante la celebración del Consejo Nacional del Partido de la Revolución Democrática (PRD), la corriente Nueva Izquierda (NI) condujo a ese instituto político a un nuevo grado de descomposición y descrédito, expresión particular de la crisis generalizada de representatividad que atraviesa el conjunto de las instituciones políticas del país.
Hay, en efecto, un quiebre creciente entre las instancias de poder público y lo que representan, o lo que dicen representar, entre la formalidad y la realidad, entre las siglas y sus contenidos. La fractura se desencadenó a raíz del proceso electoral de 2006, no ha dejado de profundizarse desde entonces, y ha socavado la legitimidad, y no se diga la credibilidad, de la Presidencia de la República, del Instituto Federal Electoral (IFE), del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), de la Procuraduría General de la República, de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, por mencionar sólo las instituciones más relevantes.
Habría sido iluso suponer que los partidos podrían mantenerse al margen de la descomposición que impera en el régimen político del que forman parte. El PRD es el primero en el que se refleja la crisis, pero no será necesariamente el único. Ocurre, simplemente, que es en sus filas en donde ha terminado por reventar la tensión que prevalece en todo el país entre realidad y formalismo, entre representados y representantes, entre legitimidad y legalidad.
Ciertamente, la actual catástrofe perredista tiene causas endógenas de larga data; en primer lugar, ha de señalarse la contradicción entre el programa del partido y la praxis acomodaticia, clientelar y corrupta de quienes han ido copando su aparato y han terminado por convertirse en representantes de sus propios intereses en tanto que integrantes de una clase política que, en términos generales, vive de espaldas a las necesidades de la sociedad en general, y de los votantes perredistas en particular.
Aunada al sectarismo proverbial y fundacional que impera en el interior del partido y al divorcio inocultable entre éste y las causas sociales que se propuso canalizar en sus inicios, debe mencionarse la persistencia de prácticas antidemocráticas, priístas en el peor sentido de la palabra, que han hecho de diversos comicios internos del partido un espectáculo deplorable e indignante. El proceso celebrado el pasado 16 de marzo, en el que Alejandro Encinas, Jesús Ortega y otros dos aspirantes se disputaron la presidencia perredista, no fue la excepción, y los desaseos salieron a relucir tanto en las campañas como en la votación y en los recuentos.
La culminación de las irregularidades ocurrió antier, cuando NI, que había dado muestras de apostar a los cauces legales y de estar dispuesta a esperar las resoluciones del TEPJF, dio un golpe de mano y se adueñó de una presidencia partidista que, a raíz del asalto, ha perdido lo que pudiera quedarle de autoridad moral. Cabe preguntarse para qué acudió esa corriente a instancias legales si a fin de cuentas acabaría por imponerse en el partido con una dirigencia de facto.
La toma por asalto de la dirigencia perredista por parte de quienes hace unas semanas se mostraban renuentes a tomar las tribunas legislativas ocurre en el contexto de la ofensiva gubernamental, mediática y empresarial contra los sectores progresistas y de izquierda que resisten los designios presidenciales de privatización de la industria petrolera, el acoso a los sindicatos independientes y los intentos por recortar las garantías individuales y los derechos humanos. En ese entorno, la crisis perredista ha dado un copioso abasto de munición para el concierto mediático lanzado contra el Movimiento Nacional en Defensa del Petróleo, que encabeza el ex aspirante presidencial Andrés Manuel López Obrador.
La perspectiva de la división es inocultable: si la situación creada por NI no es corregida en los próximos días, quedará, de un lado, un cascarón partidista sin mayor contenido que los presupuestos otorgados por el IFE –otro partido paraestatal, una franquicia más, dedicada a la política como negocio de particulares— y, del otro, un movimiento popular y un universo de ciudadanos de izquierda privados de representación partidaria formal.
Tal probabilidad sería, desde luego, catastrófica para las izquierdas democráticas y pacíficas del país –mucho más amplias que el PRD y más amplias incluso que la trilogía partidista conformada por el Frente Amplio Progresista–, pero no sería, sin embargo, una buena noticia para la administración que encabeza Felipe Calderón Hinojosa ni para el conjunto de la esfera política, la cual, carente de referencias y de canales de comunicación con un importante sector del electorado, acabaría por dedicarse de tiempo completo a las que han sido, desde hace años, sus inclinaciones favoritas: la simulación de democracia y la procuración de intereses privados y, en ciertos casos, inconfesables.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario