Julio Hernández López
Las armas nacionales se han cubierto de escoria: Mario Marín, el góber precioso, coronel de las botellas de coñac y diplomado de engaño mayor, da testimonio, con su presencia y sus maniobras primitivas de acarreado autoelogio popular, de la degradación de los rituales y los discursos presidenciales, como ayer sucedió con Felipe Calderón, aliado del obsceno mandatario poblano (aunque, en juego de apariencias acordadas, el michoacano actúa para mostrar distancias y frialdad que los jilgueros mediáticos se encargan de subrayar: ¡oh, apenas saludó al gobernador!, ¡caray, qué incómodo se veía el señor Press&Dente –término de gastronomía política que también se aplica a los periodistas bien cocidos pero que ofrecen cierta resistencia al ser mordidos: prensa al diente!). Como si tuviera al lado a un paladín de la decencia y el respeto a las leyes, el licenciado Cal de Rón dijo que sería intransigente “con quienes pretenden destruir el tejido de nuestra sociedad y envenenar a nuestra juventud; con quienes prefieren ver derruida a la patria para ganar poder y bienes materiales”. Palabras vanas, balas oratorias de salva, en presencia del político al que Kamel Nacif definió como su “héroe, chingao” y pronunciadas por un panista que se esmeraba en asegurar que actuará “igual que los héroes de la batalla de Puebla” en la que, hasta donde se recuerda, no participaron empresarios textiles usuarios y protectores de redes de pederastia ni políticos marinados en la corrupción bipartidista que al sostener a gobernadores impugnados garantizó protección mafiosamente recíproca para seudopresidentes también repudiados (se marina algo, generalmente carne o pescado, cuando se le agregan sustancias como hierbas de olor, vinos o untos preparados, para conservación, aromatización o ablandamiento: breviario a cargo del chef Astillas).
En la capital del país (donde ayer hubo un estallido presurosamente adjudicado, para conjurar el fantasma de la guerrilla, a cuestiones relacionadas con instalaciones eléctricas) fue puesto de ejemplo para las juventudes mexicanas el Héroe Gallego de las Manos Limpias, condecorado con la medalla al mérito en concentración de estaciones de gasolina, el Corazón Púrpura Ivancar y muy serio aspirante al Collar Dorado Repsol, el mexicanísimo Juan Camilo Mouriño, nacido en Madrid, criado en Galicia, licenciado en Florida y ahora depositario de los tesoros nacionales de aguas profundas a los que con patriotismo sabrá dar el curso que más convenga a los intereses que representa. Mouriño tomó la bandera nacional (la de México) en el Campo Militar Marte, encabezó la ceremonia de la batalla de Puebla (afortunadamente el término no resultó desconocido para el funcionario pues en España hay, cuando menos, las Pueblas de Híjar, en Teruel; de San Miguel, en Valencia, y de Sanabria, en Zamora) y tomó protesta a quienes hacen el Servicio Militar Nacional. ¡Viva Méjico!
En Culiacán, capital emblemática del máximo negocio mexicano de exportación (cada vez con más ramificaciones y apertura de líneas de consumo en el propio país), se libra mientras tanto una guerra de mantas, como para demostrar que a falta de medios tradicionales de comunicación las Familias utilizan vías textiles alternas, una especie de correo público colgado en puentes peatonales, cruceros viales e incluso paredes escolares. La criminal censura impuesta por el poder del narcotráfico a la gran mayoría de los medios tradicionales de comunicación deja a éstos convertidos en meros reproductores acríticos de lo que sucede en lugares como el candente Sinaloa, donde el autodenominado jefe de la plaza, Arturo Beltrán Leyva, habría ordenado la colocación (aunque, obviamente, no hay testigos ni pruebas de ello) de tres mantas en las que se refería a los “soldaditos de plomo” y los “federales de paja” para hacerles saber que Sinaloa es territorio suyo y que se toparán con él, el verdaderamente poderoso que va “con todo” no sólo contra esos militares y agentes, sino contra “gobiernos y todo lo que se me atraviese”. La mensajería pública en mantas fue contestada al día siguiente por presuntos policías federales que advertían a Arturo Beltrán que le ganarán “la pelea” aunque él tenga “mucho dinero y seas muy amigo de Genaro García Luna, de Vicente Carrillo y del general Miranda”. Los supuestos agentes le dieron consejos a su enemigo: “dile a tu gente que son tontos, porque aparte presumen de la amistad con Genaro y Miranda”, e hicieron presuntos exhortos de organización propia: “por qué no nos unimos y le ponemos un alto a los asesinos de nuestros compañeros (…) ¡Ya basta, compañeros!” La guerra mediática de las mantas tiene como contexto los asesinatos recientes de policías en Sinaloa (donde el gobernador, de nombre… de nombre… ¡ah, sí, parece que se llama Jesús Aguilar Padilla! se entera como si nada de balaceras contra narcos que son sus vecinos en la Casa de dizque Gobierno), de ganaderos en Guerrero y de agentes federales en la ciudad de México.
Las tropas perredistas seguían mientras tanto embebidas en su batalla crónica. Guadalupe Acosta Naranjo paseaba su condición espuria por noticieros y redacciones y los Chuchos, encabezados por su jefe Ortega, juraban y perjuraban que el personero instalado en la falsa presidencia nacional del sol azteca está dotado de amplísima e indiscutible legitimidad. Alejandro Encinas, obviamente, descalificaba el golpe de mano con el que sus adversarios pretenden instalar Chuchilandia, y los comités estatales del PRD comenzaban a definirse en cuanto a reconocer o desconocer al presidente A costo de Naranjas (el chuchismo tiene mayoría de esos comités). Entre más se prolonguen el desgaste y el descrédito, más habrán ganado los reales inductores del pleito partidista. López Obrador, por su parte, ya está de nuevo de gira por el país, organizando más brigadas de resistencia a la privatización del petróleo. Y, mientras el general Acosta Chaparro, torturador histórico, represor sicópata, pide que la Patria le erija un monumento (tal vez como defensor de los derechos humanos) o que de perdis lo reinstalen en el Ejército y le paguen sueldos caídos, ¡hasta mañana!
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